/ domingo 15 de septiembre de 2024

Exsurge

Toma tu cruz

Cierto día se me acercó una persona que en su rostro manifestaba pesadumbre, cansancio, desasosiego. Una mujer casada hace muchos años con una vida en común no fácil. Las arrugas se habían forjado a base de soportar el alcoholismo de su marido, además de infidelidades y malos tratos.

­­–«Todo se lo aguanté», decía la noble mujer, que sacó adelante a sus seis hijos más con la Providencia Divina que con las sobras de un sueldo destinado a las cantinas y parrandas. Yo, no sin algo de desconcierto, le pregunté: – «¿Y por qué le aguantó todo, señora?». Ella, con la seguridad de su férrea doctrina católica, me respondió: -«Pues por que es mi cruz, ¿que no se sabe el pasaje en que Jesús nos dice que tomemos nuestra cruz de cada día?». Yo, con todos los años de Teología tambaleándose en mi interior, no acerté una respuesta inmediata sino al contemplar sus ojos que imploraban que le aclarara que a eso no se refería Jesús cuando les dijo esas palabras a sus discípulos y por fin la liberara de tan gran peso que cargaba en sus espaldas.

-«Señora, le dije, en el Evangelio dice que quien quiera estar con Jesús cargue su cruz y lo siga. Pero dice “su cruz”, no la cruz de cuantos nos rodean, no la cruz como sinónimo de los defectos de los otros que me toca “soportar” a mí sin que ellos hagan nada por solucionarlos. Se trata de cargar con mi cruz para seguir a Jesús, cuyo camino me lleva a la resurrección, no de cargar con todas las cruces de todos los demás que solo me van oprimiendo y que me conducen a un camino sin salida, literal a un círculo vicioso». Ella, que no estaba dispuesta a romper tan fácilmente con el yugo al que se había abrazado con reverencia, me rebatió: -«¿Entonces dejamos sufrir solos a los demás con sus propias cruces? ¿Qué no sabe usted que hasta al mismo Jesús le ayudó el buen Cirineo a cargar la cruz?». Yo, admirado de sus profundos conocimientos Bíblicos y entendiendo el punto que ella quería hacerme ver, le comenté: -«Tiene usted razón, podemos ayudar como cirineos a cargar la cruz de otros; es, de hecho, un noble gesto de caridad que Dios premiará sin duda, pero no los podemos sustituir.

Ayudarles a cargar, no cargarme yo todas sus cruces. Porque Jesús muy misericordioso era, pero nunca hizo que los demás evadieran lo que en sus manos estaba realizar. No se salva a quien se enajena de sus responsabilidades». Por el ceño fruncido de doña Teóloga Veterotestamentaria supe que esta última parte no me la había comprendido y continué, para explicarme: -«No se ayuda a quien se le sustituye en hacer lo que tiene la capacidad de hacer, les podemos ayudar, pero no solapar y menos sustituir». -«Ahhhh», suspiró ella, exhalando en esa comprensión décadas de años de soportar lo insoportable. -«Entonces Diosito no quiere que vivamos cargando cruces como si ese fuera nuestro destino en esta vida, sino que aprendamos que en nuestra limitada vida habrá cruces que naturalmente tendremos que cargar, mi propia cruz, pero que siguiéndolo a Él nos llevará a vencer esos pesares y viviremos en su resurrección; y que en ese proceso podemos ayudar como cirineos, como buenos samaritanos, con las cruces de los demás sin que tengamos que echárnoslas nosotros solos al lomo cargándolas como si de nuestra penitencia se tratara». Ya no me miraba a mí. Miraba el gran Cristo crucificado que cuelga en el centro del altar de mi parroquia. Su rostro se había transfigurado. Acababa ella misma de vencer su propia cruz, su propio flagelo de que todo había que aguantar, mirando al que, crucificado, había dado su vida para que ella tuviera vida. -«Usted acaba de resucitar», le dije como última expresión. Ya no me oyó. O sí. No lo sé. Lo que sí sé es que se marchó comprendiendo de una manera diferente su vida, su misión, su salvación. Comprendió bien a Aquel que un día preguntó: «¿Quién dicen que soy yo?». Ella en ese momento estoy seguro que iría diciendo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el Salvador, el que me invita a tomar mi cruz y seguirlo, para perder mi vida por Ti y encontrar así la vida eterna». (Cf. Mc 8,27-35).

Con cuánta frecuencia nos hemos cargado con cruces ajenas, culpándonos a nosotros mismos de las dificultades que atravesamos y justificándolas como si fueran una penitencia que tengo que soportar, un calvario eterno de un Dios que en vez de salvarme me azota. No. Dios no quiere que nosotros nos quedemos en la cruz, sin duda que habrá momentos difíciles, habrá miedos, tristezas, discusiones, enfermedades, accidentes, habrá muerte… Pero eso no tiene la última palabra. Porque quien sigue a Jesús sabiendo cargar con su cruz, experimenta la vida, «renueva las fuerzas, le salen alas como de águila, corre sin fatigarse y anda sin cansarse» (Is 40,31). Porque quien sigue a Jesús, se salvará.

Oh, cruz bendita de cada día, que me libra de la cruz y las cruces eternas y me une a Cristo, a Cristo, mi Señor.

@Noesov

Toma tu cruz

Cierto día se me acercó una persona que en su rostro manifestaba pesadumbre, cansancio, desasosiego. Una mujer casada hace muchos años con una vida en común no fácil. Las arrugas se habían forjado a base de soportar el alcoholismo de su marido, además de infidelidades y malos tratos.

­­–«Todo se lo aguanté», decía la noble mujer, que sacó adelante a sus seis hijos más con la Providencia Divina que con las sobras de un sueldo destinado a las cantinas y parrandas. Yo, no sin algo de desconcierto, le pregunté: – «¿Y por qué le aguantó todo, señora?». Ella, con la seguridad de su férrea doctrina católica, me respondió: -«Pues por que es mi cruz, ¿que no se sabe el pasaje en que Jesús nos dice que tomemos nuestra cruz de cada día?». Yo, con todos los años de Teología tambaleándose en mi interior, no acerté una respuesta inmediata sino al contemplar sus ojos que imploraban que le aclarara que a eso no se refería Jesús cuando les dijo esas palabras a sus discípulos y por fin la liberara de tan gran peso que cargaba en sus espaldas.

-«Señora, le dije, en el Evangelio dice que quien quiera estar con Jesús cargue su cruz y lo siga. Pero dice “su cruz”, no la cruz de cuantos nos rodean, no la cruz como sinónimo de los defectos de los otros que me toca “soportar” a mí sin que ellos hagan nada por solucionarlos. Se trata de cargar con mi cruz para seguir a Jesús, cuyo camino me lleva a la resurrección, no de cargar con todas las cruces de todos los demás que solo me van oprimiendo y que me conducen a un camino sin salida, literal a un círculo vicioso». Ella, que no estaba dispuesta a romper tan fácilmente con el yugo al que se había abrazado con reverencia, me rebatió: -«¿Entonces dejamos sufrir solos a los demás con sus propias cruces? ¿Qué no sabe usted que hasta al mismo Jesús le ayudó el buen Cirineo a cargar la cruz?». Yo, admirado de sus profundos conocimientos Bíblicos y entendiendo el punto que ella quería hacerme ver, le comenté: -«Tiene usted razón, podemos ayudar como cirineos a cargar la cruz de otros; es, de hecho, un noble gesto de caridad que Dios premiará sin duda, pero no los podemos sustituir.

Ayudarles a cargar, no cargarme yo todas sus cruces. Porque Jesús muy misericordioso era, pero nunca hizo que los demás evadieran lo que en sus manos estaba realizar. No se salva a quien se enajena de sus responsabilidades». Por el ceño fruncido de doña Teóloga Veterotestamentaria supe que esta última parte no me la había comprendido y continué, para explicarme: -«No se ayuda a quien se le sustituye en hacer lo que tiene la capacidad de hacer, les podemos ayudar, pero no solapar y menos sustituir». -«Ahhhh», suspiró ella, exhalando en esa comprensión décadas de años de soportar lo insoportable. -«Entonces Diosito no quiere que vivamos cargando cruces como si ese fuera nuestro destino en esta vida, sino que aprendamos que en nuestra limitada vida habrá cruces que naturalmente tendremos que cargar, mi propia cruz, pero que siguiéndolo a Él nos llevará a vencer esos pesares y viviremos en su resurrección; y que en ese proceso podemos ayudar como cirineos, como buenos samaritanos, con las cruces de los demás sin que tengamos que echárnoslas nosotros solos al lomo cargándolas como si de nuestra penitencia se tratara». Ya no me miraba a mí. Miraba el gran Cristo crucificado que cuelga en el centro del altar de mi parroquia. Su rostro se había transfigurado. Acababa ella misma de vencer su propia cruz, su propio flagelo de que todo había que aguantar, mirando al que, crucificado, había dado su vida para que ella tuviera vida. -«Usted acaba de resucitar», le dije como última expresión. Ya no me oyó. O sí. No lo sé. Lo que sí sé es que se marchó comprendiendo de una manera diferente su vida, su misión, su salvación. Comprendió bien a Aquel que un día preguntó: «¿Quién dicen que soy yo?». Ella en ese momento estoy seguro que iría diciendo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el Salvador, el que me invita a tomar mi cruz y seguirlo, para perder mi vida por Ti y encontrar así la vida eterna». (Cf. Mc 8,27-35).

Con cuánta frecuencia nos hemos cargado con cruces ajenas, culpándonos a nosotros mismos de las dificultades que atravesamos y justificándolas como si fueran una penitencia que tengo que soportar, un calvario eterno de un Dios que en vez de salvarme me azota. No. Dios no quiere que nosotros nos quedemos en la cruz, sin duda que habrá momentos difíciles, habrá miedos, tristezas, discusiones, enfermedades, accidentes, habrá muerte… Pero eso no tiene la última palabra. Porque quien sigue a Jesús sabiendo cargar con su cruz, experimenta la vida, «renueva las fuerzas, le salen alas como de águila, corre sin fatigarse y anda sin cansarse» (Is 40,31). Porque quien sigue a Jesús, se salvará.

Oh, cruz bendita de cada día, que me libra de la cruz y las cruces eternas y me une a Cristo, a Cristo, mi Señor.

@Noesov

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