Vive
El símbolo más reconocido que identifica al cristianismo de todos los tiempos es la cruz, un instrumento de tortura y muerte. De ella colgó Jesús, dando su vida por la salvación de todos los hombres. También de ella brotó la salvación, pues, así como de un árbol surgió el pecado de Adán, de otro árbol —la cruz— viene la redención en Cristo. Pero la celebración de esta redención no se queda en la muerte, el dolor, la pasión, sino da el paso hacia la vida nueva: la resurrección.
De ahí que no hay que pensar en el cristianismo como una religión de sufrimiento, que incita a quedarse en el dolor de la cruz, sino como una oportunidad de, trascendiendo la pasión, acceder a la vida plena, como lo hizo Jesucristo. Si bien tradicionalmente se nos invita a penitencias, no son un fin en sí mismo, sino un medio para llegar a comprender la profundidad y seriedad de la vida. El cristianismo celebra la vida y es una invitación para que vivamos bien. «¿Dónde está, muerte, tu victoria?» (1Co 15,55) proclama San Pablo al hablar de la resurrección. La muerte ha sido vencida y nosotros tenemos la esperanza plena de que, así como Jesús ha resucitado de entre los muertos, también nosotros resucitaremos en Él.
No significa esto que nunca moriremos, significa que sus lazos no nos atarán para siempre, porque seremos resucitados a la vida plena de Dios. Es nuestra mayor esperanza y nuestra mayor alegría. ¿Qué sentido tendría la vida si nuestro destino último fuera el lugar de los muertos? «Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los hombres más dignos de compasión» (1Co 15,19). Por eso a Dios no hay que buscarlo en el sepulcro. Dios es un Dios de vivos.
Y nuestro mejor homenaje y muestra de fe en Dios es vivir, y vivir bien. Liberémonos de «la nada», de aquello que nos esclaviza y nos lleva a «valles de muerte». Hagamos bien lo que cotidianamente tenemos que hacer, con alegría y desprendimiento. No vivamos como muertos. Dios tira de nosotros hacia la vida, no hacia la muerte. Don Miguel de Unamuno lo decía con magistrales palabras: «entre Dios y el hombre es mutua la atracción. Y si Él nos tira a Sí con infinito tirón, también nosotros tiramos de Él. Su cielo padece fuerza. Y es Él para nosotros, ante todo y sobre todo, el eterno productor de inmortalidad». Celebremos la vida.
El papa Francisco los decía muy simpáticamente: hay que dejar ya los lamentos, que con «cara de funeral» no se puede anunciar a Cristo. No hay que quedarnos en la muerte. Ofrezcamos alegría, una sonrisa, un «buenos días», una palmadita en la espalda que conforte y fortalezca las rodillas vacilantes. Vivamos la vida y vivámosla bien, no como zombis, adormilados, sin ganas ni esperanzas. ¡Estamos llamados a la vida, y la vida feliz!
Pasemos de la muerte a la vida: vivamos vivos. Parece redundancia, pero a veces parecemos momias. Vivimos sin alegría, a toda prisa, corriendo por un camino sin meta, desesperados por llegar a donde nunca acaba siendo nuestro fin. ¡Cuánta desesperación! Hoy -frente a tanta violencia- es una oportunidad para vivir como hombres nuevos. Dejemos el hombre viejo, el antiguo, el del pecado. Resucitemos ya desde ahora nuestro ser, nuestro espíritu. ¡Qué importa la edad! Traigamos al hombre nuevo, ese que tiene un corazón de carne y no de piedra; ese que quiere conquistar no al mundo, sino la eternidad más allá del mundo estando en el mundo; ese que no se deja vencer por el pecado; ese que vive vivo, resucitado.
Dejemos muerto a nuestro hombre viejo, el del pecado, resucitemos en hombres nuevos, a imagen de Cristo. A veces pensamos que la resurrección se efectuará al final de nuestra vida. ¡No! La resurrección se nos otorga a diario. Resucitar es levantarse a explorar, no permanecer en la tumba de nuestras comodidades, no dejarnos enterrar por lo estacionario y efímero. Por eso, ¡que viva la vida! Y usted, querido lector, viva la vida. No a la violencia, sí a la vida.
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