/ domingo 27 de octubre de 2024

Exsurge

Que vea


«No se ve bien sino con el corazón, lo esencial es invisible para los ojos», le decía el zorro al Principito en la maravillosa obra de Saint Exupery. Estamos muy acostumbrados a pensar que solo se ve con los ojos, quedándonos así en el plano físico sin ir a la profundidad del significado de lo que vemos. Y mientras tanto, nos vamos quedando ciegos de entendimiento y de corazón aunque veamos con nuestros ojos.

Hablemos en esta ocasión de la ceguera. Pero no de esa que nos impide ver, sino de la que nos impide comprender. De esa ceguera que reside más en la mente que en el cuerpo. Y aún más, de la ceguera espiritual, que nos hace insensibles, que nos hace indiferentes, que nos deshumaniza. Pues no es la pérdida de la vista la que nos hace ciegos, es la pérdida de la humanidad lo que hace al hombre ciego. Esa ceguera que es más difícil de curar que la ceguera física.

Y como siempre, nos acompañe el evangelio. Jesús va saliendo de Jericó y se encuentra con un ciego sentado a la orilla del camino. Él, «al oír que el que pasaba era Jesús Nazareno, comenzó a gritar: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!» (Mc 10, 47). Un ciego a la orilla del camino, es decir, fuera de la dirección correcta, sin movimiento, estacionado, sin discernimiento. ¡Pero que no deja que Jesús pase! Empieza a gritarle. San Agustín decía que lo que más miedo le daba era que Jesús pasara, es decir, que Jesús se le escapara. «Tengo miedo de Jesús que pasa», «Timeo Jesum transeuntem» (Serm 88, 14, 13). El ciego que no está en Jesús, pues Jesús es el camino, comienza a gritarle a Jesús para que no pase de largo.

«Jesús se detuvo entonces y dijo: “Llámenlo”. Y llamaron al ciego, diciéndole: “¡Ánimo! Levántate, porque él te llama”. El ciego tiró su manto; de un salto se puso en pie y se acercó a Jesús. (Mc 10, 49-50). Tirar el manto es lo equivalente a decir que dejó lo que le identificaba como ciego. Ante Jesús siempre somos personas nuevas, dignas, no con preconcepciones personales. Por eso salta para ponerse en pie y presentarse ante Jesús. Porque él nos sacude, nos mueve nos hace saltar para una vida nueva.

«Entonces le dijo Jesús: “¿Qué quieres que haga por ti?”. El ciego le contestó: “Maestro, que pueda ver”. Jesús le dijo: “Vete; tu fe te ha salvado”. Al momento recobró la vista y comenzó a seguirlo por el camino». (Mc 10, 51-52). La curación de la ceguera no es un acto mágico de Jesús. Hace que el ciego se dé cuenta de su realidad y, sobre todo, de su destino: «¿qué quieres?». Una pregunta que taladra. Una pregunta que nos despierta del sopor de la vida sin sentido, sin rumbo, estacionada a un lado del camino, y nos hace saltar para recobrar lo que hemos perdido. «¿Qué quieres que haga por ti?» Jesús nos puede salvar, pero necesita que seamos conscientes de ello. No puede salvarnos sin nosotros.

Y la respuesta del ciego es iluminadora. «Que vea». Que despierte de la indiferencia, de todo aquello que me deshumaniza. Que comprenda mi camino y lo pueda seguir con seguridad. Que el panorama de mi vida se clarifique. Y Jesús se lo concede, porque con Jesús se abren los ojos, se comprende el sentido de la vida, se puede volver al camino que es Él mismo. El ciego aprende a ver con el corazón. Aprende a ver lo esencial de la vida. Y entonces se convierte en discípulo. Porque sigue a Jesús por el camino.

Cuánto necesitamos hoy de Aquel que puede curar nuestras cegueras. Por eso hay que está siempre pendientes de Jesús que pasa junto a nosotros y gritarle que tenga compasión de nosotros, que podamos ver. Y él nos dará la luz de la fe para poder seguirlo por el camino. El nos hará ver la vida de una manera diferente. Digámosle hoy a Jesús: «Que vea».

Cierro la reflexión con un poema hecho oración. Lo escribió Trilusa, un poeta Rumano y lo tituló: La Guía.

«Aquella viejecita ciega, que encontré aquella noche en que me perdí en medio del bosque, me dijo: “Si el camino no lo sabes, te acompaño yo, que lo conozco. Si tienes la fuerza de venir cerca, de tanto en tanto, te

daré una voz hasta allá el fondo, donde hay un ciprés, hasta allá en la cima, donde está la Cruz...”

Yo respondí: “Será... pero, encuentro extraño que me pueda guiar quien no se ve.. ” La ciega, entonces, me cogió de la mano y suspiró: “¡camina!” Era la fe».

Señor, guíame con la fe; Señor, que vea.

Que vea


«No se ve bien sino con el corazón, lo esencial es invisible para los ojos», le decía el zorro al Principito en la maravillosa obra de Saint Exupery. Estamos muy acostumbrados a pensar que solo se ve con los ojos, quedándonos así en el plano físico sin ir a la profundidad del significado de lo que vemos. Y mientras tanto, nos vamos quedando ciegos de entendimiento y de corazón aunque veamos con nuestros ojos.

Hablemos en esta ocasión de la ceguera. Pero no de esa que nos impide ver, sino de la que nos impide comprender. De esa ceguera que reside más en la mente que en el cuerpo. Y aún más, de la ceguera espiritual, que nos hace insensibles, que nos hace indiferentes, que nos deshumaniza. Pues no es la pérdida de la vista la que nos hace ciegos, es la pérdida de la humanidad lo que hace al hombre ciego. Esa ceguera que es más difícil de curar que la ceguera física.

Y como siempre, nos acompañe el evangelio. Jesús va saliendo de Jericó y se encuentra con un ciego sentado a la orilla del camino. Él, «al oír que el que pasaba era Jesús Nazareno, comenzó a gritar: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!» (Mc 10, 47). Un ciego a la orilla del camino, es decir, fuera de la dirección correcta, sin movimiento, estacionado, sin discernimiento. ¡Pero que no deja que Jesús pase! Empieza a gritarle. San Agustín decía que lo que más miedo le daba era que Jesús pasara, es decir, que Jesús se le escapara. «Tengo miedo de Jesús que pasa», «Timeo Jesum transeuntem» (Serm 88, 14, 13). El ciego que no está en Jesús, pues Jesús es el camino, comienza a gritarle a Jesús para que no pase de largo.

«Jesús se detuvo entonces y dijo: “Llámenlo”. Y llamaron al ciego, diciéndole: “¡Ánimo! Levántate, porque él te llama”. El ciego tiró su manto; de un salto se puso en pie y se acercó a Jesús. (Mc 10, 49-50). Tirar el manto es lo equivalente a decir que dejó lo que le identificaba como ciego. Ante Jesús siempre somos personas nuevas, dignas, no con preconcepciones personales. Por eso salta para ponerse en pie y presentarse ante Jesús. Porque él nos sacude, nos mueve nos hace saltar para una vida nueva.

«Entonces le dijo Jesús: “¿Qué quieres que haga por ti?”. El ciego le contestó: “Maestro, que pueda ver”. Jesús le dijo: “Vete; tu fe te ha salvado”. Al momento recobró la vista y comenzó a seguirlo por el camino». (Mc 10, 51-52). La curación de la ceguera no es un acto mágico de Jesús. Hace que el ciego se dé cuenta de su realidad y, sobre todo, de su destino: «¿qué quieres?». Una pregunta que taladra. Una pregunta que nos despierta del sopor de la vida sin sentido, sin rumbo, estacionada a un lado del camino, y nos hace saltar para recobrar lo que hemos perdido. «¿Qué quieres que haga por ti?» Jesús nos puede salvar, pero necesita que seamos conscientes de ello. No puede salvarnos sin nosotros.

Y la respuesta del ciego es iluminadora. «Que vea». Que despierte de la indiferencia, de todo aquello que me deshumaniza. Que comprenda mi camino y lo pueda seguir con seguridad. Que el panorama de mi vida se clarifique. Y Jesús se lo concede, porque con Jesús se abren los ojos, se comprende el sentido de la vida, se puede volver al camino que es Él mismo. El ciego aprende a ver con el corazón. Aprende a ver lo esencial de la vida. Y entonces se convierte en discípulo. Porque sigue a Jesús por el camino.

Cuánto necesitamos hoy de Aquel que puede curar nuestras cegueras. Por eso hay que está siempre pendientes de Jesús que pasa junto a nosotros y gritarle que tenga compasión de nosotros, que podamos ver. Y él nos dará la luz de la fe para poder seguirlo por el camino. El nos hará ver la vida de una manera diferente. Digámosle hoy a Jesús: «Que vea».

Cierro la reflexión con un poema hecho oración. Lo escribió Trilusa, un poeta Rumano y lo tituló: La Guía.

«Aquella viejecita ciega, que encontré aquella noche en que me perdí en medio del bosque, me dijo: “Si el camino no lo sabes, te acompaño yo, que lo conozco. Si tienes la fuerza de venir cerca, de tanto en tanto, te

daré una voz hasta allá el fondo, donde hay un ciprés, hasta allá en la cima, donde está la Cruz...”

Yo respondí: “Será... pero, encuentro extraño que me pueda guiar quien no se ve.. ” La ciega, entonces, me cogió de la mano y suspiró: “¡camina!” Era la fe».

Señor, guíame con la fe; Señor, que vea.

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