/ domingo 16 de agosto de 2020

La democracia mexicana en crisis

La división de poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) es, como todos sabemos, la piedra angular de la teoría democrática liberal. Tal división lleva implícita, necesariamente, la delimitación precisa del área de responsabilidad de cada uno y la absoluta independencia recíproca, que impida la invasión de atribuciones entre ellos.

Sin embargo, la división de poderes se contradice en los hechos con la actividad de los partidos políticos, también amparada por la ley como algo indispensable para toda verdadera democracia. Las atribuciones legales de los partidos implican la posibilidad de que un mismo partido conquiste en las urnas tanto el poder Ejecutivo como el Legislativo. Si, además, como sucede en México, en estos dos poderes recae la facultad de elegir y conformar el poder Judicial, el resultado final es la anulación de facto de la división de poderes, es decir, que los tres poderes acaban funcionando como uno solo. Y si este partido, a su vez, está sometido a la voluntad de un solo hombre, lo que tenemos realmente es una autocracia velada con el ropaje de la teoría democrática. Las consecuencias son muchas y graves. Los mexicanos lo sabemos muy bien porque esta fue, sobre poco más o menos, la situación que imperó durante todo el largo período de la hegemonía priista, misma que mantuvieron sin cambios significativos los regímenes de la alternancia.

Según opinión casi unánime de los expertos, el sistema político mexicano puede calificarse como un régimen presidencialista, que se caracteriza, además, por un presidencialismo exacerbado, es decir, que la Constitución y sus leyes derivadas, sumadas a nuestra herencia histórica, otorgan al poder Ejecutivo facultades extraordinarias que lo convierten, de facto, en el poder dominante sobre los otros dos, de donde resulta que la democracia mexicana ha funcionado siempre como una dictadura del Presidente de la República en turno.

En esta dictadura sui géneris, los poderes Legislativo y Judicial han sido (salvo breves períodos excepcionales) simples ejecutores de la voluntad presidencial en lo que a ellos concierne; impotentes, por tanto, para jugar el papel de verdaderos contrapesos del hipertrofiado poder presidencial, por lo que la estabilidad institucional y el respeto a los derechos y garantías de los ciudadanos han dependido de la capacidad de autocontrol y de autolimitación del propio Presidente. En México, por eso, la elección de Presidente de la República ha sido siempre un asunto (casi) de vida o muerte, aunque no todos lo hayamos concientizado así. Cuando nos hemos equivocado, las consecuencias han sido catastróficas para los intereses nacionales: hemos ido del nacionalismo revolucionario a la preferencia por la inversión privada, de ahí a la economía mixta, a la sustitución de importaciones apoyada en el proteccionismo, al libre mercado y, finalmente, al neoliberalismo rampante (previo remate a precio de ganga de las empresas de propiedad nacional) cuyas consecuencias estamos pagando hoy. Y todo esto por decisión del Presidente en turno y de sus más allegados, sin que ni los otros poderes ni la voluntad popular hayan sido tomados en cuenta en alguna medida.

Hoy estamos viviendo la “cuarta transformación”. México está siendo sometido, según el discurso oficial, a un cambio radical de régimen cuyos fundamentos filosóficos, políticos, sociales y económicos, y cuyos objetivos de corto, mediano y largo plazo nadie conoce o nadie considera necesario explicar, amplia y razonadamente, a la opinión pública nacional. La acción y el discurso de quienes nos gobiernan parecen querer decirnos que lo que sea y lo que se proponga alcanzar esta transformación no son asunto de nuestra incumbencia, de los ciudadanos de a pie cuyo destino se juega en esta nueva aventura; que nuestro único papel consiste en creer a pies juntillas lo que dice el Presidente en sus diarias conferencias matutinas y en obedecer las decisiones que se sirve tomar en nuestro nombre, aunque, eso sí, pensado exclusivamente en nuestro bienestar. Implícitamente se nos sugiere seguir la vieja receta de “ver, oír y callar” de la época virreinal, cuando México era una colonia de España.

El autoritarismo y el irreductible dogmatismo del actual Presidente de la República, ponen de relieve, como nunca antes, la supresión real de la división de poderes en favor de uno solo: el poder Ejecutivo. Si los señores diputados de legislaturas anteriores se tuvieron que someter a la voluntad presidencial, hoy ese sometimiento es, además voluntario y un timbre de orgullo que se pregona a los cuatro vientos, a voz en cuello, tal vez sin reparar en que, con tal conducta, denigran el papel de representantes del pueblo que éste les confió y traicionan su deber de actuar como un poder soberano e independiente, capaz de limitar y acotar los desbordamientos del poder presidencial.

En este servilismo voluntario reside la causa de que la conformación del tercer poder, del poder Judicial se haya ido amoldando y sometiendo a la voluntad presidencial. La grave consecuencia de esto es que todo el organigrama del aparato encargado de impartir justicia pierde libertad e independencia para cumplir la elevada misión que la nación le encomienda. Y junto con esto, estamos presenciando la destrucción de organismos autónomos o, por lo menos, de su verdadera autonomía para vigilar el comportamiento del gobierno, entre los cuales se incluyen algunos tan importantes como el INE y toda la estructura encargada de organizar y vigilar los procesos electorales. En estos días, los medios abundan en noticias referentes al papel de verdaderos caballos de Troya de al menos dos de los cuatro miembros del INE recientemente nombrados por los senadores. ¿Podemos los mexicanos confiar la limpieza y transparencia de los resultados electorales del 2021 a esta clase de funcionarios electorales?

El derecho del Ejecutivo a elaborar y presentar iniciativas de ley para la discusión y aprobación del Legislativo se ha convertido, en las actuales condiciones, en un mero trámite, pues todo se aprueba tal como lo envía el Presidente y en el plazo fijado por él. Incluso estamos a punto de llegar al absurdo de que el Congreso abdique de su facultad exclusiva de modificar y aprobar el Presupuesto de Egresos de la Federación (PEF) en favor del Ejecutivo. Esta indebida relación entre Ejecutivo y Legislativo ha convertido al Presidente en el verdadero legislador de la 4ª T, y así se explica que se hayan aprobado una serie de leyes terribles que contradicen a la propia Constitución, a los principios básicos del derecho universal y atentan gravemente contra la libertad y la integridad personal y material de los ciudadanos.

La legislatura morenista pasará a la historia como creadora de engendros tales como la Ley Federal de Remuneraciones de los Servidores Públicos, que prohíbe a cualquier funcionario ganar más que el Presidente; La Ley Nacional de Extinción de Dominio, que permite a la autoridad confiscar bienes de particulares que sospeche de procedencia ilícita; la Ley de Seguridad Nacional, que equipara caprichosamente los delitos fiscales a la delincuencia organizada, con prisión preventiva forzosa para ambos; la Ley de Austeridad Republicana, que agrede derechos ya conquistados por los trabajadores del Estado en materia salarial y que, además, invade las atribuciones de otros organismos. Y podemos añadir enormidades como la lista interminable de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa, o las elevadísimas penas para delitos electorales mal definidos, que abren la puerta a la represión de los opositores del gobierno actual.

Es consenso nacional que el combate a la corrupción se ha transformado en un arma para amedrentar, perseguir y encarcelar a los opositores más peligrosos para el gobierno morenista. Así lo atestigua el perfil de los personajes señalados, las fechas escogidas para capturarlos y someterlos a juicio y la terrible irregularidad procesal de filtrar a los medios cargos y pruebas contra el indiciado, que son secretos por ley. Se busca predisponer a los jueces y a la opinión pública en contra del acusado y cerrar la puerta a toda esperanza de una sentencia absolutoria. Todo es un burdo montaje, se dice, para amedrentar a la oposición y para disuadirla de cualquier intento de unirse y coaligarse para derrotar a Morena en el 2021.

En Puebla, el gobernador Miguel Barbosa ha tenido la valentía de obligar al Ministerio Público a acusar de robo calificado a una líder popular de larga trayectoria en defensa de los más pobres y olvidados de la capital poblana. Ella misma, la respetada y querida dirigente Rosario Sánchez Hernández, salió del seno de esa pobreza contra la que lucha, gracias a la educación y orientación del Movimiento Antorchista Poblano (MAP). Pero hoy se ha convertido en una perseguida política del gobernador Barbosa. Los antorchistas poblanos han protestado enérgicamente contra semejante abuso y tan descarada prostitución de la ley. Como respuesta, han recibido información fiable de que 16 dirigentes antorchistas de primer nivel están siendo “investigados” a petición de la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) de Santiago Nieto.

Pero según algunos medios nacionales, hace ya semanas que este mismo funcionario presentó una denuncia contra “líderes antorchistas” ante la Fiscalía General de la República, lo que supone que la investigación estaba ya completada. ¿Cómo se entiende esta nueva “investigación”? No es remoto pensar que se trata de una nueva maniobra represiva de Barbosa, digno discípulo de quien lo aupó en el gobierno de Puebla. Y Antorcha es uno de sus “enemigos” políticos más odiados y temidos, como lo prueban: a) el cochinero legal que armaron Barbosa, el IEE y el Tribunal Electoral del Estado para negarle al MAP su legítimo derecho a convertirse en partido político estatal, b) la inmensa cobardía y sevicia de perseguir a una humilde luchadora social como Charis y c) las reiteradas amenazas telefónicas contra la vida del licenciado Ovidio Celis Córdova, líder de los transportistas poblanos a quienes Barbosa niega el derecho a ganarse el pan de cada día, sólo por ser antorchistas. Quede aquí la denuncia oportuna del peligro y quede advertido el gobernador de Puebla de que conocemos a los esbirros y sabemos al servicio de quién operan. La democracia mexicana está en grave riesgo: así lo prueban los hechos aquí brevemente narrados.

La división de poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) es, como todos sabemos, la piedra angular de la teoría democrática liberal. Tal división lleva implícita, necesariamente, la delimitación precisa del área de responsabilidad de cada uno y la absoluta independencia recíproca, que impida la invasión de atribuciones entre ellos.

Sin embargo, la división de poderes se contradice en los hechos con la actividad de los partidos políticos, también amparada por la ley como algo indispensable para toda verdadera democracia. Las atribuciones legales de los partidos implican la posibilidad de que un mismo partido conquiste en las urnas tanto el poder Ejecutivo como el Legislativo. Si, además, como sucede en México, en estos dos poderes recae la facultad de elegir y conformar el poder Judicial, el resultado final es la anulación de facto de la división de poderes, es decir, que los tres poderes acaban funcionando como uno solo. Y si este partido, a su vez, está sometido a la voluntad de un solo hombre, lo que tenemos realmente es una autocracia velada con el ropaje de la teoría democrática. Las consecuencias son muchas y graves. Los mexicanos lo sabemos muy bien porque esta fue, sobre poco más o menos, la situación que imperó durante todo el largo período de la hegemonía priista, misma que mantuvieron sin cambios significativos los regímenes de la alternancia.

Según opinión casi unánime de los expertos, el sistema político mexicano puede calificarse como un régimen presidencialista, que se caracteriza, además, por un presidencialismo exacerbado, es decir, que la Constitución y sus leyes derivadas, sumadas a nuestra herencia histórica, otorgan al poder Ejecutivo facultades extraordinarias que lo convierten, de facto, en el poder dominante sobre los otros dos, de donde resulta que la democracia mexicana ha funcionado siempre como una dictadura del Presidente de la República en turno.

En esta dictadura sui géneris, los poderes Legislativo y Judicial han sido (salvo breves períodos excepcionales) simples ejecutores de la voluntad presidencial en lo que a ellos concierne; impotentes, por tanto, para jugar el papel de verdaderos contrapesos del hipertrofiado poder presidencial, por lo que la estabilidad institucional y el respeto a los derechos y garantías de los ciudadanos han dependido de la capacidad de autocontrol y de autolimitación del propio Presidente. En México, por eso, la elección de Presidente de la República ha sido siempre un asunto (casi) de vida o muerte, aunque no todos lo hayamos concientizado así. Cuando nos hemos equivocado, las consecuencias han sido catastróficas para los intereses nacionales: hemos ido del nacionalismo revolucionario a la preferencia por la inversión privada, de ahí a la economía mixta, a la sustitución de importaciones apoyada en el proteccionismo, al libre mercado y, finalmente, al neoliberalismo rampante (previo remate a precio de ganga de las empresas de propiedad nacional) cuyas consecuencias estamos pagando hoy. Y todo esto por decisión del Presidente en turno y de sus más allegados, sin que ni los otros poderes ni la voluntad popular hayan sido tomados en cuenta en alguna medida.

Hoy estamos viviendo la “cuarta transformación”. México está siendo sometido, según el discurso oficial, a un cambio radical de régimen cuyos fundamentos filosóficos, políticos, sociales y económicos, y cuyos objetivos de corto, mediano y largo plazo nadie conoce o nadie considera necesario explicar, amplia y razonadamente, a la opinión pública nacional. La acción y el discurso de quienes nos gobiernan parecen querer decirnos que lo que sea y lo que se proponga alcanzar esta transformación no son asunto de nuestra incumbencia, de los ciudadanos de a pie cuyo destino se juega en esta nueva aventura; que nuestro único papel consiste en creer a pies juntillas lo que dice el Presidente en sus diarias conferencias matutinas y en obedecer las decisiones que se sirve tomar en nuestro nombre, aunque, eso sí, pensado exclusivamente en nuestro bienestar. Implícitamente se nos sugiere seguir la vieja receta de “ver, oír y callar” de la época virreinal, cuando México era una colonia de España.

El autoritarismo y el irreductible dogmatismo del actual Presidente de la República, ponen de relieve, como nunca antes, la supresión real de la división de poderes en favor de uno solo: el poder Ejecutivo. Si los señores diputados de legislaturas anteriores se tuvieron que someter a la voluntad presidencial, hoy ese sometimiento es, además voluntario y un timbre de orgullo que se pregona a los cuatro vientos, a voz en cuello, tal vez sin reparar en que, con tal conducta, denigran el papel de representantes del pueblo que éste les confió y traicionan su deber de actuar como un poder soberano e independiente, capaz de limitar y acotar los desbordamientos del poder presidencial.

En este servilismo voluntario reside la causa de que la conformación del tercer poder, del poder Judicial se haya ido amoldando y sometiendo a la voluntad presidencial. La grave consecuencia de esto es que todo el organigrama del aparato encargado de impartir justicia pierde libertad e independencia para cumplir la elevada misión que la nación le encomienda. Y junto con esto, estamos presenciando la destrucción de organismos autónomos o, por lo menos, de su verdadera autonomía para vigilar el comportamiento del gobierno, entre los cuales se incluyen algunos tan importantes como el INE y toda la estructura encargada de organizar y vigilar los procesos electorales. En estos días, los medios abundan en noticias referentes al papel de verdaderos caballos de Troya de al menos dos de los cuatro miembros del INE recientemente nombrados por los senadores. ¿Podemos los mexicanos confiar la limpieza y transparencia de los resultados electorales del 2021 a esta clase de funcionarios electorales?

El derecho del Ejecutivo a elaborar y presentar iniciativas de ley para la discusión y aprobación del Legislativo se ha convertido, en las actuales condiciones, en un mero trámite, pues todo se aprueba tal como lo envía el Presidente y en el plazo fijado por él. Incluso estamos a punto de llegar al absurdo de que el Congreso abdique de su facultad exclusiva de modificar y aprobar el Presupuesto de Egresos de la Federación (PEF) en favor del Ejecutivo. Esta indebida relación entre Ejecutivo y Legislativo ha convertido al Presidente en el verdadero legislador de la 4ª T, y así se explica que se hayan aprobado una serie de leyes terribles que contradicen a la propia Constitución, a los principios básicos del derecho universal y atentan gravemente contra la libertad y la integridad personal y material de los ciudadanos.

La legislatura morenista pasará a la historia como creadora de engendros tales como la Ley Federal de Remuneraciones de los Servidores Públicos, que prohíbe a cualquier funcionario ganar más que el Presidente; La Ley Nacional de Extinción de Dominio, que permite a la autoridad confiscar bienes de particulares que sospeche de procedencia ilícita; la Ley de Seguridad Nacional, que equipara caprichosamente los delitos fiscales a la delincuencia organizada, con prisión preventiva forzosa para ambos; la Ley de Austeridad Republicana, que agrede derechos ya conquistados por los trabajadores del Estado en materia salarial y que, además, invade las atribuciones de otros organismos. Y podemos añadir enormidades como la lista interminable de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa, o las elevadísimas penas para delitos electorales mal definidos, que abren la puerta a la represión de los opositores del gobierno actual.

Es consenso nacional que el combate a la corrupción se ha transformado en un arma para amedrentar, perseguir y encarcelar a los opositores más peligrosos para el gobierno morenista. Así lo atestigua el perfil de los personajes señalados, las fechas escogidas para capturarlos y someterlos a juicio y la terrible irregularidad procesal de filtrar a los medios cargos y pruebas contra el indiciado, que son secretos por ley. Se busca predisponer a los jueces y a la opinión pública en contra del acusado y cerrar la puerta a toda esperanza de una sentencia absolutoria. Todo es un burdo montaje, se dice, para amedrentar a la oposición y para disuadirla de cualquier intento de unirse y coaligarse para derrotar a Morena en el 2021.

En Puebla, el gobernador Miguel Barbosa ha tenido la valentía de obligar al Ministerio Público a acusar de robo calificado a una líder popular de larga trayectoria en defensa de los más pobres y olvidados de la capital poblana. Ella misma, la respetada y querida dirigente Rosario Sánchez Hernández, salió del seno de esa pobreza contra la que lucha, gracias a la educación y orientación del Movimiento Antorchista Poblano (MAP). Pero hoy se ha convertido en una perseguida política del gobernador Barbosa. Los antorchistas poblanos han protestado enérgicamente contra semejante abuso y tan descarada prostitución de la ley. Como respuesta, han recibido información fiable de que 16 dirigentes antorchistas de primer nivel están siendo “investigados” a petición de la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) de Santiago Nieto.

Pero según algunos medios nacionales, hace ya semanas que este mismo funcionario presentó una denuncia contra “líderes antorchistas” ante la Fiscalía General de la República, lo que supone que la investigación estaba ya completada. ¿Cómo se entiende esta nueva “investigación”? No es remoto pensar que se trata de una nueva maniobra represiva de Barbosa, digno discípulo de quien lo aupó en el gobierno de Puebla. Y Antorcha es uno de sus “enemigos” políticos más odiados y temidos, como lo prueban: a) el cochinero legal que armaron Barbosa, el IEE y el Tribunal Electoral del Estado para negarle al MAP su legítimo derecho a convertirse en partido político estatal, b) la inmensa cobardía y sevicia de perseguir a una humilde luchadora social como Charis y c) las reiteradas amenazas telefónicas contra la vida del licenciado Ovidio Celis Córdova, líder de los transportistas poblanos a quienes Barbosa niega el derecho a ganarse el pan de cada día, sólo por ser antorchistas. Quede aquí la denuncia oportuna del peligro y quede advertido el gobernador de Puebla de que conocemos a los esbirros y sabemos al servicio de quién operan. La democracia mexicana está en grave riesgo: así lo prueban los hechos aquí brevemente narrados.