El pasado 27 de junio se celebró el primer foro de los Diálogos Nacionales sobre la Reforma al Poder Judicial; con la presencia de los 11 ministros que integran el Pleno de la SCJN se debatió en torno a la conveniencia o inconveniencia de que los ministros, magistrados y jueces sean electos por sufragio popular.
Para los impulsores de la reforma, la justicia en este país es clasista, racista y misógina. Además, afirman que los jueces no tienen legitimidad social, esto es, que adolecen de la confianza del pueblo en su trabajo de impartidores de justicia porque no son cercanos a ellos y desconocen sus necesidades.
Así, desde la óptica de la 4T, si los ministros, magistrados y jueces son electos popularmente, el acceso a la justicia sería universal y el pueblo confiaría en sus resoluciones porque fueron elegidos por él, luego de haberlo escuchado a lo largo de una campaña proselitista.
Sin embargo, este mecanismo democrático presenta una tara de origen: los togados desplegarían su trabajo pensando más la aceptación popular que en la justicia, con lo que se rompería el principio de la independencia.
Y es que en este país la inocencia y responsabilidad de una persona se sentencia a priori en los medios de comunicación y en las redes sociales, atendiendo a razones emocionales y no jurídicas. Entonces el juzgador tendrá que pulsar el humor social antes de emitir su sentencia porque de equivocarse, perdería votos para su permanencia, reelección o ascenso.
Debemos asumir sin poses populistas que la legitimación, entendida como la delegación que el pueblo hace de su parte alícuota de soberanía en los representantes populares, vía sufragio, no es compatible con todas las funciones de Estado, sobre todo cuando el pueblo carece de cultura política y jurídica.
Por cierto, ¿Es conveniente que la discusión se lleve con un bloque de políticos ensoberbecidos, carentes de voluntad propia y neófitos en el tema? Es pregunta seria.