Perfectamente descritas en Artículo 89, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, las facultades y obligaciones del presidente de la República Mexicana son, de manera resumida, las siguientes:
Promulgar y ejecutar las leyes vigentes; nombrar y remover libremente a los secretarios de Estado y otros funcionarios de la Unión; nombrar, con aprobación del Senado, a los embajadores, cónsules generales, empleados superiores de Hacienda y a los integrantes de los órganos colegiados encargados de la regulación en materia de telecomunicaciones, energía y competencia económica;
Nombrar, con aprobación del Senado, los coroneles y demás oficiales del Ejército, Armada y Fuerza Aérea Nacionales; preservar la seguridad nacional, y disponer de la totalidad del Ejército, de la Armada y de la Fuerza Aérea para la seguridad interior y defensa exterior de la Federación; Disponer de la Guardia Nacional; declarar la guerra, previa ley del Congreso de la Unión; intervenir en la designación del Fiscal General de la República; dirigir la política exterior y celebrar tratados internacionales;
Convocar al Congreso a sesiones extraordinarias, cuando lo acuerde la Comisión Permanente; facilitar al Poder Judicial los auxilios que necesite para el ejercicio de sus funciones; habilitar toda clase de puertos, establecer aduanas marítimas y fronterizas; conceder indultos a los reos sentenciados por delitos de competencia de los tribunales federales; conceder privilegios exclusivos por tiempo limitado, a los descubridores, inventores o perfeccionadores de algún ramo de la industria;
Optar por un gobierno de coalición con uno o varios de los partidos políticos representados en el Congreso de la Unión; presentar a consideración del Senado, la terna para la designación de Ministros de la Suprema Corte de Justicia; las demás que le confiere expresamente la Constitución.
Por otra parte, en los diferentes artículos de la propia Constitución, de manera implícita, se advierten obligaciones muy puntuales para el poder ejecutivo, por ejemplo, en el Artículo 1, se establece que las personas gozarán de sus derechos humanos y tendrán garantías para su protección; en este sentido, el Estado tiene la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad; el Artículo 3º, dispone que toda persona tiene derecho a la educación, y que esta se basará en el respeto irrestricto de la dignidad de las personas, con un enfoque de derechos humanos y de igualdad sustantiva.
Por ello, el Estado priorizará el interés superior de niñas, niños, adolescentes y jóvenes en el acceso, permanencia y participación en los servicios educativos; finalmente, para agotar el ejemplo, el Artículo 4º, dice que toda persona tiene derecho a la alimentación nutritiva, suficiente y de calidad; también, establece que las personas tienen derecho a la protección de la salud y que se debe garantizar la extensión progresiva, cuantitativa y cualitativa de los servicios de salud para la atención integral y gratuita de las personas que no cuenten con seguridad social, lo cual debe garantizarlo el Estado.
Lo anterior viene a cuento porque de manera reiterada, en las famosas conferencias mañaneras y cada vez que sube a una tribuna, en algún acto público, el presidente de la República aprovecha la ocasión para hacer referencia a temas que poco o nada tienen que ver con el cumplimiento de sus facultades y obligaciones establecidas jurídicamente, pues dedica su tiempo a hacer menciones y denostaciones de personas o agrupaciones que critican, difieren o confrontan, de manera sustentada mayormente, las decisiones o acciones de gobierno.
Al menos de lo que he escuchado y leído diariamente en las reseñas de las participaciones públicas del titular del Poder Ejecutivo, nunca sus declaraciones están referidas, ni basadas, ni sustentadas en los objetivos, acciones y metas del Plan Nacional de Desarrollo o en alguno de los artículos de la Constitución General de la República o bien de sus leyes reglamentarias, en donde se establecen sus funciones y las prioridades que, como el primer funcionario del país, debería estar atendiendo.
Todo su discurso se basa en su “experiencia”, o en el dicho de alguno de sus colaboradores o en la simple ocurrencia del momento, lo que le lleva a estar profiriendo mentiras y presentando datos incorrectos de manera reiterada, que cuando le son refutados por gente estudiosa o que es experta en comunicación o en el tema de que se trate, no sólo por sus “adversarios políticos”, arguye que se le ataca por parte de la prensa vendida o por los grupos “conservadores” que lo quieren fuera del poder.
Al respecto, quien tiene algún conocimiento mínimo acerca de planeación funcional, estratégica o prospectiva, se dará cuenta de inmediato de que, tanto el Plan Nacional de Desarrollo como los programas sectoriales que de él se derivan, los cuales tienen una pésima estructura y muy pobre contenido, fueron presentados, algunos fuera del tiempo legal establecido, sólo para cumplir con una obligación normativa, pero que en realidad sus objetivos, estrategias, acciones y metas están en el olvido; no hay una gestión de gobierno sistemática y consistente, que siga una ruta trazada previamente, sino que se va gobernando conforme a la agenda política del presidente, dejando de lado la atención de los grandes problemas nacionales, que son los mismos de hace años, que se han ido agravando inclusive, y que este gobierno prometió que los iba a solucionar.
Poco a poco, al paso del tiempo, dada la observancia de las conductas impropias del presidente, quien debería comportarse como un jefe de estado, y de muchos de sus colaboradores, la ciudadanía pronto se ha dado cuenta de que es una persona manipuladora, autoritaria, cínica, burlona e irrespetuosa, que nunca responde lo que se le pregunta o evade la respuesta; que un día sí y otro también, culpa a otros de las ineficiencias o desatenciones de su gobierno.
Un presidente que no es presidente, sino que sigue siendo aquel candidato de oposición, que durante 18 años quiso alcanzar la presidencia y que ahora que ya la tiene, no sabe cómo atenderla ni cómo responder a la ciudadanía. Una ciudadanía que juro representar y atender sus demandas, que se compone de todos los mexicanos, los que votaron por él y los que no, de ahí que sea una necedad y una estupidez que siga diciendo que son sus “adversarios políticos” los que no lo dejan gobernar.
El presidente no tiene adversarios políticos, ni los mexicanos somos conservadores o liberales, chairos o fifís, somos sencillamente ciudadanos que tenemos el deseo y el anhelo de que nuestro presidente se comporte como tal, que gobierne para todos, sin distingos; que se enfoque de manera ordenada, práctica y real, en su verdadero quehacer: trabajar para que tengamos un México seguro, saludable, educado, científicamente desarrollado y productivamente competente, que garantice efectivamente el bienestar para todos.