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Alberto Serrato

  · domingo 12 de mayo de 2024

Imagen ilustrativa / Hoy al pueblo norte le cuesta creer que seres de otro planeta han llegado para quedarse / Foto: Moisés Pablo Nava / Cuartoscuro.com

Desde sus primeros años de vida y unos cuantos antes de su muerte, Tin a sus tres años de vida logró entender abstracciones y plasmar conceptos ante el mundo. En ese lapso de corta vida, sus padres le dieron una sola y estricta instrucción, lejana de las obligaciones como “tiende la cama” o “apaga el televisor”, y muy cercana a un juramento indestructible: “Jamás acercarse a la antigua fábrica de los Tucker”. Era una promesa intocable por sus principios y una orden rigurosa e inamovible por parte de sus padres.

Así es, para los padres de Tin, el señor Tucker, dueño de esa vieja fábrica misteriosa, ubicada a espaldas de su casa, portaba la maldad y no solo por su aspecto pálido, calvo y malencarado, sino por la proyección de oscuridad en su mirada y las señales anormales de su presencia. Había algo en él, detrás de esas arrugas, de esa dentadura postiza y también de esos abrigos hasta los tobillos. Había algo inquietante para los padres de Tin porque cuando llegaba el viejo Tucker por las mañanas a vigilar las cargas de camiones extraños y a comandar la actividad muy a lo ciencia ficción, en la que bajaban cajas selladas y artefactos cubiertos con lona para ocultarlas a la vista de los mortales, sabían que había algo más allá de una preocupación hollywoodense y exagerada. Algo, algo, algo. Y por eso, era la única prohibición estricta para el pequeño de cinco años.


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Todo transcurrió en aparente orden de protocolos de restricción hasta el día su cumpleaños número seis.

Días antes y ya entradas las vacaciones, Tin había visto en un canal de dibujos animados, el comercial de la famosa pelota gomibola galáctica iluminada; emulaba a una nave espacial, tripulada por hombrecillos del espacio y cada que rebotaba, los aliens hacían un sonido curioso a modo de queja ante los impactos, a Tin le llamaba la atención todo lo relacionado con la ciencia ficción y hombrecillos del espacio y desde que vio el comercial el niño se convirtió en una máquina parlante con una sola grabación: “quiero esa pelota”. Lo decía por la mañana, por la tarde, por la noche e incluso cuando dormía, siempre emulando la voz de un marciano. Así fueron dos semanas de una inquietud constante y una cantaleta efectiva, hasta que su padre ya cansado de lo mismo, salió al centro comercial de Dobler, ubicado a veinte kilómetros del Pueblo Norte a comprar la pelota galáctica y regalársela en ese día tan especial.

Su cumpleaños número seis, llegó y también la desgracia.

El día dibujaba tonos de verano y el canto de un cardenal sonó en el exterior de la ventana del cuarto de Tin. El chico abrió los ojos, estiró los brazos y arrojó la sábana al piso, cualquier testigo hubiese visto esta escena como una cualquiera de película infantil, pero algo horrible impregnó en el ambiente, no fueron aromas, ventisca, rumores en el armario, neblina o un elemento físico, sino una sensación extraña, algo parecido a una energía magnética, una premonición o un presagio, quizá, invisible para la familia de Tin, pero obligatorio para este desafortunado relato.

El chico saltó de la cama, se dio una ducha, se colocó sus vaqueros favoritos, unos vans de media bota y una playera de blink 182 que su padre le había obsequiado en la navidad pasada. El día transcurrió con las felicitaciones de mamá, de papá, de algunos vecinos y también de unos cuantos amigos de la escuela. Una bocina Alexa reprodujo todo el día música infantil y pop digerible, al mismo tiempo la tv que disparó dibujos animados desde una plataforma sin cortes comerciales. La casa era una locura tan solo por esos dos dispositivos cruzando sonidos y mezclando ritmos sin un orden, sin una simetría. Tin corría de un lado a otro, lanzaba juguetes desde la escalera, escondía otros debajo de los sillones, algunos en la nevera, otros incluso se fueron por el retrete y es que ese día sus padres eran permisibles, pues enfocaban toda la atención en preparar una tarta de manzana, para celebrar la comida a la cual habían sido invitados los Folk, vecinos de la casa contigua.

Celebración, festejo y felicidad. Fueron los tres conceptos en los que debió haber culminado el día tan especial y casi sucede de esa forma, porque Tin era feliz y por fin tenía en sus manos la pelota galáctica. Juntos partieron la tarta, bebieron un poco de vino, intercambiaron ideas del vecindario, también hablaron de haber visto luces voladoras por encima de la fábrica Tuker, pero no dejó de ser una tarde agradable. Tin se aburrió de escuchar risas y palabras difusas, caminó al jardín trasero para jugar un poco con su regalo alienígena, la botó una vez, luego otra y otra. Las luces verdes de la pelota iluminaban su rostro, parecía un encuentro cercano tan real, tal del tercer tipo, hasta que la mala dirección de la pelota trazó el miserable destino de Tin.

La pelota cruzó la malla de protección. Un viento sopló fuerte contra su fleco y sin darse cuenta, rompió con la promesa hecha a sus padres, cruzó la línea y se convirtió en propiedad del señor Tucker. Sus padres lo buscaron por toda la casa, por todo el vecindario y por todo el pueblo norte, pero jamás supieron de él. Días pasaron, semanas, meses y hasta el primer año después de la desgracia fueron llamados por el gobierno federal y les mostraron la investigación, archivos secretos fábrica y los nexos de tráfico de órganos del señor Tucker con el mercado negro, pero algo aún no cuadra con la verdad, porque en una las fotografías encontradas en la fábrica y anexadas al expediente, Tin aparece recostado en una plancha de acero, con el tórax abierto, el señor Tucker con una bata blanca, al lado de tres entidades no humanas, vestidas con trajes de color plata, emanando energía verde y brillante, uno de ellos sostenía en su mano aquella gomibola galáctica iluminada. Hoy al pueblo norte le cuesta creer que seres de otro planeta han llegado para quedarse.