La enfermedad es un enemigo silencioso. Arrastra de un día para otro a la tumba, pero en los cuentos de horror y quizá en la realidad existen seres de ultratumba dispuestos a brindar ayuda para evitar la muerte de un ser amado, pero el precio puede ser incluso tu vida misma.
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La tarde en que murió su padre, Davis se encontraba sumergido en la oscuridad mental y también en la de su habitación, escuchaba un poco de rock duro, deslizaba su dedo índice en la nada y al mismo tiempo en el todo de su Smartphone. La ventana contigua a su litera, dejaba entrar un poquito de luz en su cuarto, pero él trataba de evitarla, no por necesidad alguna, sino porque desde un año atrás, se había tomado muy en serio el mundo del metal gótico, y digo muy “en serio”, porque comenzó a vivir como una especie de vampiro moderno, con maquillaje negro en los ojos, cabello hasta las quijadas, pantalones “asfixia testículos”, música densa durante la mayor parte del día y chamarras de piel, muy a lo actor rebelde de algún filme contemporáneo, según él, tenía el sueño de ser una estrella de rock.
La ventana parecía la de una casa de terror de feria barata, pues estaba cubierta con un trozo de satín negro sujeto de un extremo del televisor y del otro a la base de la litera. Detrás de la tela, tenía pegada una esponja para aislar el ruido, según él eran los elementos necesarios para rechazar los rayos del sol y el bullicio proveniente de su querido Pueblo Norte. Eran las siete de la tarde y el cuarto ya parecía un ataúd bajo tres metros de tierra. Con penas su teléfono alcanzaba a iluminar un póster de una banda de metal posada sobre lápidas y cruces resquebrajadas de un cementerio. Escuchó más de cuatro discos de rock duro a todo volumen y Davis sintió un chillido dentro de los tímpanos por culpa de las rítmicas agudas, pensó sin sentido en un duende silbando adentro de su cabeza. El chico pinchó el botón de stop y se quitó los audífonos. Se recostó sobre la cama y sin aparente razón tuvo una mala sensación, algo parecido a un presentimiento, su corazón comenzó a latir, se puso de pie, encendió la luz y sintió el deseo de mirar por la ventana, abrirla, saltar y correr a la nada, pero se contuvo, al fin y al cabo, un vampiro rockero no tiene sentimientos, pensó. Caminó sonriente, pero en el fondo inseguro, dio un par de vueltas en la habitación, luego hizo su papel gótico a un lado, abrió la puerta y giró la perilla, el tic tac del reloj cucú ubicado en la planta baja, retumbó en toda la casa. Davis lanzó un gritó nervioso a su madre, pero ella aún se encontraba trabajando en una empresa dedicada al equilibrio de las cuentas financieras de un corporativo de neumáticos en el Pueblo Sur. El chico escuchó como respuesta el eco de su voz, sintió escalofríos, se metió las manos a los bolsos, encogió los hombros, agitó inconscientemente su respiración, luego intentó recuperar la calma, pero el teléfono sonó.
Corrió de inmediato a las escaleras, de tres saltos llegó a la planta baja. El cuarto timbre estaba por sonar junto con el tic tac del reloj, pero Davis levantó la bocina, esperando escuchar alguna voz humana que disolviera el miedo irracional dentro de su ser.
–Hola.
–Que tal, me comunico del grupo de incidencias del 911. ¿Es usted familiar del señor Richard Murnich?
–Si, es mi padre –Contestó Davis a la voz femenina que se distorsionaba entre bullicios provenientes de la bocina telefónica.
–Es necesario que acudan al centro de servicios municipales, ¿es usted mayor de edad?
–Tengo 22 años, señorita, ¿me puede decir qué sucede? –Un silencio se prolongó entre ellos dos, a excepción de los rumores y tecleos provenientes del auricular de Davis.
–Su padre tuvo un accidente fatal, desgraciadamente ha muerto.
–Davis sintió un mareo y ganas de vomitar, sus ojos se desorbitaron por unos segundos. El silbido dentro de sus oídos desapareció por completo y en la llamada solo se alcanzó a percibir un hueco mental incomprensible para la mujer del 911, para Davis, para mí y quizá también para ti, confundido lector.
Un “lo siento” fueron las últimas palabras dentro de esa llamada. Davis colgó el teléfono, pero, en realidad, no había entendido ni asimilado aún la horrible noticia. Sintió deseos irracionales de lanzar una carcajada e irse a escuchar un poco de rock duro, a fin de cuentas, él juraba que su corazón era una piedra negra y sin sentimientos, pero lo único que pudo hacer fue enviarle un mensaje a su madre, soportando los latidos en su garganta y el temblor de sus manos. Era la hora de ir a reconocer el cuerpo del señor Murnich.
Davis vomitó un líquido amargo a pie de la escalera, caminó desorientado a la puerta, tomó su bicicleta del garaje y salió a la calle principal. Toda la avenida emanaba un olor a fango y en medio de la ausencia mental, logró pensar en cuál casa funeraria tendrían que resolver los trámites de su padre. Apretó el manubrio y condujo sin una configuración mental sólida, solo ciclaba la voz de la mujer diciendo, “Su padre tuvo un accidente fatal, desgraciadamente ha muerto”. Los veinte minutos de recorrido hacia el departamento de servicios municipales fueron iguales a un paisaje de dibujos animados, pues las casas y los olmos se hicieron iguales, repetitivos y carentes de vida. Cuando llegó al estacionamiento de ese sitio, arrojó la bicicleta sin importarle rayar alguno de los coches estacionados. Su madre se encontraba afuera del Prius adquirido con esfuerzos crediticios hacía medio año, cuando aún eran una familia de tres. La mujer estaba mirando la luna llena en medio de nubes de negras y fumando quizá el último cigarrillo pues una la caja de Chesterfield se encontraba tirada en el piso rodeada de quince colillas más. Ambos se vieron a los ojos sin decir nada, caminaron hacia la puerta de cristal de ese edificio, se posaron bajo una luz de halógeno instalada en la cornisa principal. Los dos temblaban, pero intentaron guardar una calma superflua que en realidad era el inicio de un shock emocional. Cruzaron la puerta y luego de ver las credenciales de su padre en manos de un hombre de cuerpo ancho y bata blanca supieron que no era una pesadilla
– ¿Familia Murnich?
–Así es, ¿puede decirnos qué pasa? –Alegó la madre con una lejana esperanza, voz ahogada y carrasposa.
–¿Alguno de ustedes puede acompañarme? – El chico dio un paso al frente porque supuso que era para reconocer el cuerpo de su padre, y por sentido común no iba a ser capaz de otorgarle ese dolor a su madre. Caminó detrás del hombre a través de un pasillo largo y blanco que en este cuento y en cualquier otro hubiera sido el camino a la morgue.
Después de unos diez metros de camino, el hombre de bata blanca abrió una puerta de acero, ésta chilló como un murciélago, el chico iba detrás de él, con los ojos muy abiertos, pero al mismo tiempo perdidos en la nada. En el recinto había planchas metálicas colocadas en simetría, un par de lámparas de gas parpadeaban y dejaban ver lo horrible de la sala y una pared llena de cajones también labrados en acero. Querido lector, no es necesario narrarte a ti, que te encuentras lleno de intriga, lo que había allí dentro. Los pasos del hombre no se hicieron esperar, caminó hasta uno de esos cajones y estiró su mano para jalarlo y hacer lo correspondiente.
–¿Qué sucedió con mi padre?
–Según el reporte de testigos y conocidos, el señor Murnich había salido media hora antes de lo habitual de su trabajo, luego le mencionó a un compañero que pasaría al supermercado a comprar unas cuantas cervezas para ver la serie policiaca de los viernes. Y según el guardia testigo y las cámaras de seguridad, el hombre cruzó la calle 22 para subirse a su auto, pero un camión se cruzó la luz roja y el impacto fue mortal. El conductor bajó del camión con un chaleco azul marino en su mano, estaba desorientado, lleno de horror, quiso correr, pero cayó tieso por un infarto fulminante.
Davis escuchó las palabras de ese hombre y después de haber estado más de dos minutos en silencio tratando de no visualizar la narración, pudo ver el momento en que su padre era triturado por aquel camión, entonces, se armó de valor y dio un paso al frente para reconocer el rostro de aquel que por la mañana desayunaba panecillos calientes y ahora ya solo era algo parecido a una figura humana con el pómulo destrozado, un ojo colgando y gran parte del cuero cabelludo arrancado del cráneo. Lo siguiente es obvio, Davis salió de esa morgue, caminó de vuelta a su madre, se atragantó en silencio y la abrazó lleno de dolor. Llenaron papeles, enviaron el cuerpo a una casa funeraria, no durmieron al menos en dos días, sus mentes tuvieron fugas de información, olvidaron la presencia de algunos asistentes y seres queridos al funeral, incluso hubo momentos en los que Davis contó algunos chistes sobre la muerte de su padre sin darse cuenta, pero lo más extraño es que la madre de Davis, siempre se tragó el llanto. No se le vio derramar una lágrima en el servicio forense, tampoco en la sala fúnebre y mucho menos en el cementerio. Pasaron los días, no lloró. Pasaron semanas, no lloró, luego meses y nunca lloró, pero eso, atrajo el verdadero conflicto de esta historia. Lo más difícil y triste estaba por venir.
El primer golpe para Davis fue la muerte de su padre, el segundo fue la falta de recursos para poder pagar los gastos funerarios no previstos, los cargos crediticios del Prius y la inexistencia de un seguro de vida para la familia; y el tercero y necesario para el desarrollo de esta historia fue la noticia del cáncer de estómago de su madre.
Para Davis la vida se convirtió en desesperación, se olvidó de los días de ser vampiro moderno, también del buen rock y se sumergió en un mundo turbio donde las interrogantes no se terminaban, ¿Por qué no tengo dinero?, ¿por qué murió?, ¿dónde está mi padre?, ¿dónde está el creador?, ¿por qué existe el maldito cáncer? Las interrogantes no tenían fin y la enfermedad empeoraba a su madre. Davis se sentía destruido por toda la carga emocional y económica, pues no había suficiente dinero para tratar ese maldito cáncer que por fortuna aún no había invadido otros órganos cercanos al estómago de la pobre mujer quien cada vez lucía más deplorable y deprimente, pues su piel, con un ritmo acelerado, se pegaba al hueso como si hubiera succión de por medio, sus ojos parecían surcos de carretera vieja y su boca siempre estaba lacerada. Davis no encontraba las respuestas, pero un día después del desayuno y de ver cómo su madre vomitaba sangre y se desmayaba, rompió en un llanto de ira, se colgó una chaqueta abrigadora y salió sin rumbo, con la esperanza de encontrar una respuesta, no sabía cuál era ni cómo la conseguiría.
Caminó durante más de cuatro horas y la noche comenzó a dibujar las sombras sobre la calle 16. Sus pasos eran poco silenciosos, pero en realidad, eso no le importaba a nadie y nada le importaba a él. Solo cruzó miradas con un gato negro posado en un contenedor a una barda, pensó en siete años de mala suerte, pero no le importó, pues la vida ya no podía ser peor. No hubo respuestas en las calles, ni en la noche, ni en el cielo y si ahí no estaban las respuestas, quizá tampoco las habría en el infierno. Su mente solo repetía las palabras, “muerte”, “cáncer” y luego estas dos formaban otro juego de palabras que se traducían a la frase “mala suerte”.
Como último destino y sin darse cuenta llegó a la intersección donde su padre había perdido la vida. Algún perro aulló en las lejanías y un motor grande rugió a no más de un kilómetro de distancia. Davis recordó las crudas declaraciones del médico forense, y con claridad pudo ver el momento en que el camión destrozaba el cráneo de su padre. Sintió coraje y al mismo tiempo un falso anhelo de volver a verlo con vida, pero ese sentir se esfumó por completo cuando se sentó a un costado del semáforo, justo donde su padre había respirado por última vez. Recargó su cabeza en el poste metálico y se quedó mirando a la luna, buscando la respuesta que, sin saberlo, pronto llegaría. Davis entró en un sueño extraño, pero con mucho sentido a la vez.
En el sueño su padre cruzaba la calle 22 y se acercaba a Davis con un maletín en la mano derecha, le daba un par de golpecillos para despertarlo, el viejo le sonreía, le invitaba al supermercado a comprar cervezas para ver la serie policiaca de los viernes. El chico sentía felicidad y accedía con gran gusto. En el camino, su padre le mostraba el interior de un maletín, ahí había más de doscientos mil verdes apilados uno sobre otro. Su viejo le decía que pronto encontraría las respuestas para salvar a su madre y justo cuando le extendía el maletín para obsequiárselo, un rugido de motor y un hilo de baba, lo regresaron a la realidad. Davis abrió los ojos y una nube de humo azuloso paseó en sus narices. Frente a él se encontraba un camión color rojo infierno, grande, con una hilera de luces amarillas en el techo y unas llantas agresivas y llenas de gajos todo terreno. El semáforo en rojo se reflejó en las defensas cromadas de esa gran bestia que le bufaba en su cara. Una gran exhalación puso de pie a Davis y pudo observar al conductor dentro de la cabina. Era un hombre de algunos sesenta y algo de años, llevaba puesta una gorra con la leyenda “Buena Madera”, la puerta hizo clic y de un salto se posó de cara con Davis.
–Vaya, qué noche, chico, ¿qué haces solo a estas horas? No sabes los peligros que hay en este pueblo y más a estas horas.
–No me interesa el peligro, lárgate de aquí, viejo.
–Vaya, sigues en tu papel del chico que escucha rock duro –El vejete sonrió con cierta bondad.
–¿Por qué no te largas antes de que te rompa la cara?
–Creo que el cáncer de tu madre te tiene loco –Davis abrió los ojos tan grandes que parecieron salirse de las cuencas y ácidos gástricos vinieron a su garganta, el humo azuloso rodeó al hombre y su mirada vacía se clavó en Davis–, está bien, si no quieres la respuesta me marcho ahora mismo.
–¿A qué te refieres? –Davis observó cómo el hombre, en medio de ese vapor azul, levantaba la mano para despedirse, pero era difusa, casi invisible. Luego le vio los pies y se dio cuenta de que no tocaban el piso, aquel hombre estaba flotando. En ese momento, Davis se aferró a creer que era el mismo sueño ya en una segunda fase, pero el frío y el ladrido de un perro lo aterrizaron en la realidad.
–Está bien, te lo diré. En primera, vengo a disculparme contigo, Davis, no fue mi intención matar a tu padre. Ese maldito dolor en el brazo izquierdo me hizo perder el control del camión y no pude accionar el freno. Mi pie derecho se hizo rígido y se fue a fondo contra el acelerador. Como pude bajé del camión, quise pedir auxilio y justo allí enfrente de ese jardín caí de un colapso en el corazón. Todo se salió de control, pero debes saber que tu padre y yo ya hablamos de esto, él ya me disculpó y ahora somos buenos amigos, pero era necesario venir contigo a disculparme. Además, sé lo costoso que es el tratamiento de tu madre, pero tengo la respuesta, ¿quieres venir? –Davis quiso lanzar un grito, sin embargo, se limitó a escuchar al viejo. El escenario se hizo más turbio y el vapor del camión se transformó en una neblina verde e irreal. El hombre se elevó algunos cuarenta centímetros y abordó de nuevo la cabina, haciéndole la seña a Davis para abordar el lugar del copiloto–. Sube hijo, tengo la respuesta.
Davis, en un estado parecido a la hipnosis, caminó hacia la puerta copiloto y en medio de un silencio similar al de un cementerio, abordó con su nuevo amigo. El miedo pasó a segundo plano porque la esperanza había vuelto. Quizá sí era la respuesta.
El hombre le tendió la mano y era fría como el hielo. Cuando Davis respondió el saludo, sintió una masa gelatinosa y volátil, pues podía tocarlo y a la vez no. El conductor metió primera velocidad y avanzaron al lugar donde se encontraba la respuesta. El trayecto fue igual de irreal que el encuentro, pues en un abrir y cerrar de ojos, se encontraban en la avenida Norton, afuera del Banco mercantil del pueblo norte.
–El cáncer es así, Davis, no solo consume al enfermo, también consume a los seres queridos y el dinero, pero, ¿quieres dinero?, dinero vas a tener, hijo. Ahí está la respuesta –Davis en realidad, no podía hablar, pero tenía que hacerlo, pues no entendía ni una palabra del viejo ese terco.
–Yo… yo… yo… no sé de qué está hablando, señor… señor… ¿muerto?
–Soy el señor Harris, o más bien, fui el señor Harris, Ajajay, pero no te preocupes, todo está pactado, escucha muy bien lo que vamos a hacer. Las cámaras de seguridad están desactivadas tres kilómetros a la redonda, y aunque funcionaran no podrían ver el camión. El guardia se encuentra en la zona trasera, ya viene en camino, pero lo voy a distraer un poco. La puerta estará abierta, de eso me encargo también. Luego, debes caminar a la zona de atención, a un costado, en el muro blanco se encuentra una puerta con un marcador de dígitos, la clave es 10-75-60, cuando la luz verde encienda puedes jalar la cerradura. Adentro es la bóveda, toma los verdes necesarios, incluso de sobra, tu madre o tú los necesitarán. Su cáncer tiene cura, eso te lo puedo asegurar. Toma todo lo posible y guárdalo en esa maleta a tus pies, y, oye, usa estos guantes para evitar aquello de las huellas dactilares.
Davis sintió miedo, inseguridad y ganas de llorar, pero por fin tenía la respuesta en sus manos. Bajó del camión y el silencio en las calles sólo era irrumpido por algún grillo que chirriaba en la boca de tormenta. El señor Harris salió por la ventana del camión y se posó flotando a un lado de Davis, juntos avanzaron a la puerta principal y el señor Harris la atravesó para digitar el código de apertura. Una luz de linterna parpadeó a lo lejos.
–¿Quién anda ahí? –Gritó el guardia, pero el viejo sin vida se encargó de la situación con unas cuantas distracciones y papeleo, volando en remolino, causando el desmayo del cuidador.
Davis se echó la maleta al hombro, entró al banco con solo empujar la puerta, siguió las instrucciones del señor Harris, caminó sigiloso, confió en las palabras del muerto. Llegó a la puerta de la bóveda y tecleó los números. El pasador electrónico se abrió y sintió lo mismo que Aladino cuando entró a la cueva llena de tesoros y sólo esperó no ser encerrado o traicionado por ese fantasma. Se acercó a las torres de billetes y no tomó mil, ni dos mil, ni tres mil, sino unos cuantos millones. Sus ojos brillaban por el gusto de saber que ese maldito cáncer se iría a la mierda y de que no volverían a tener un mal trago por dinero y por las cuentas pendientes, sólo debía ser muy inteligente para no mostrar indicios de riqueza ilícita en el pueblo. La maleta apenas pudo cerrarse y Davis se regresó por el mismo camino. El señor Harris le esperaba en la puerta principal. Juntos salieron sin dejar un solo rastro en el banco. Subieron al camión, y de nuevo, en un abrir y cerrar de ojos, se encontraban afuera de la casa de Davis.
–Hijo, ahí tienes la respuesta, solamente me faltó decirte la cláusula final. Según los acuerdos de este contrato, tienes dos opciones: Si lo eliges para ti debo acelerar el cáncer ahora mismo y terminar con su dolor, tú te quedas con todo y tendrás una vida llena de lujos, porque te espera ese sueño de ser una estrella de rock, con excesos, fama, poder, todo lo que siempre has deseado, pero si lo eliges para ella, todo cambia, pues debes colocar la maleta en su habitación, despedirte para siempre de ella y venir conmigo para siempre. El viaje será largo, pero divertido y desde allá podrás ver la recuperación de tu madre y cómo formará una nueva familia de la que ya no serás parte, pero sí un lindo recuerdo. Tienes unos minutos para pensarlo, mientras fumo un cigarrillo.
Davis no esperó ni cinco segundos en tomar la decisión. Agarró la maleta, no dijo una sola palabra, bajó del camión y entró a su casa. Respiró sufrimiento y siguió directo al cuarto de su madre. Colocó la maleta en un costado de la cama, un rayo de luna los iluminó, se hincó a un costado de la cama y le dio un beso en la frente, luego se puso de pie y caminó hacia su habitación, descubrió la ventana por completo, la luna iluminó el póster de la banda de rock posada en el cementerio, dejó la chaqueta abrigadora de plumas y tomó una de piel, se colocó una pañoleta negra en la cabeza. Cortó una hoja de una libreta y con una pluma escribió en ella: “Te amo, madre, espero que seas feliz”, dobló la nota y la colocó en la nevera. Regresó a la puerta principal. Cerró con cuidado de no hacer ruido, subió de nuevo al camión con el señor Harris, sincronizó su playlist de rock duro en el estéreo, tonos agudos sonaron y una nube azulosa quedó flotando afuera de la casa de los Murnich. Hoy en el pueblo norte hay una mujer que venció al cáncer, se hizo accionista de la empresa en donde trabajó toda su vida, se casó de nuevo y dio a luz a un pequeño que le recuerda el rostro del hijo que jamás volvió a ver.