/ domingo 9 de junio de 2024

La última cena (Parte I)

Todo lo que se mueve y vive os será para alimento, así como legumbres y hierbas; os lo he dado todo. Pero carne con su vida, que es su sangre, no comeréis.

- Génesis 9:3-4

La merienda es el momento ideal para compartir. Es el instante en el cual, después de un largo y pesado día de trabajo, los rostros de los más cercanos se encuentran y, con sus labios, crean el juego de movimientos que dan vida a las palabras. Palabras que expresan todo aquello a lo que llamamos vida; eso que se disfruta, se goza y también ocasiona llanto, sufrimiento y hasta muerte. Es la representación de la unión familiar y la comunión con nuestra sangre.

El Pueblo Norte se encontraba en calma, libre del ajetreo cotidiano y el poco sonido de los cacharros que lo convierten en una ciudad pequeña. Así se dibujaba este lugar en aquel octubre de 1988. La luna era menguante, una nube larga arañaba gran parte del cielo y el reflejo le hacía parecer un murciélago gigante en pleno descenso. El escenario era sugestivo. Cualquier ser humano presente hubiese imaginado una escena de un filme de horror. Estar parado en ese lienzo trazado por el creador hacía pensar en criaturas vampíricas o en algún licántropo deseoso de carne humana. El viento soplaba con fuerza y se estrellaba contra su rostro. Su cabello le golpeaba los párpados y su campo de visión no era tan bueno como lo hubiera deseado en ese momento. Sus manos delataron un buen grado de nerviosismo; no por temblor, sino por una buena cantidad de sudor impregnado en el manubrio. Conducía en dirección contraria a un buen final, pero en la correcta para el desastroso desenlace de este relato. Las con diciones del escabroso momento no lograron apagar el ímpetu derivado de la emoción que sentía por dirigirse al Pueblo Sur, en tan esperado momento de su vida.


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El poderoso escape de su Thruxton escupía un sonido amenazante y lleno de potencia, hacía vibrar los vidrios de las pocas casas ubicadas al pie de carretera. Su paso era similar al de

un terremoto de cinco grados en la escala de Richter, tal vez un poco más. Cada que pasaba por zonas boscosas, alguna parvada salía disparada hacia direcciones no planeadas por su instinto. La noche cayó más pesada y el escenario ofrecía la posibilidad de pensar en un desafortunado presagio, sin embargo, nada borraba la sonrisa que le ocasionaba ir a pedir la mano de Vela.

Imagen ilustrativa / Todo lo que se mueve y vive os será para alimento, así como legumbres y hierbas; os lo he dado todo. Pero carne con su vida, que es su sangre, no comeréis / Foto: cortesía / Alberto Serrato

Víctor Powell aumentó la aceleración de su motocicleta y sintió ser invencible en medio de la penumbra. Creyó no tener límites; creyó estar tocado por el creador, pero nunca en la mala fortuna esperada.

La velocidad, 900 cm cúbicos de torque, esa chaqueta de piel color negro, el básico blanco de cuello “v”, sus botas con casquete de acero capaces de matar a un elefante de un solo puntapié, sus treinta años de edad y un cuerpo musculoso reforzaban ese narcisismo que lo hacía lucir como el rebelde de algún filme de suspenso de esa época. Todo el conjunto de elementos le hacía sentirse poderoso, pero, en realidad, la actitud que le gobernaba era gracias al poder de torque de su motocicleta, lo suficientemente potente como para dejar regados los sesos y coágulos de sangre en el camino o, tal vez, para partirse por la mitad en el mínimo descuido asfáltico. No voy a mencionar que era el chico malo del relato, porque más allá de su aspecto rebelde, era un buen tipo, sin embargo, la imprudencia de conducir sin un buen casco certificado, le otorgaba el papel de un rebelde cabeza dura y más aún, en esa antigua carretera al Pueblo Sur, en donde cada mes morían al menos dos personas por las lastimosas condiciones de piso.

Hablar de ese camino es hablar de imperfección, de una suspensión forzada y de un trasero resentido por los hoyos que, hasta el día de hoy, parecen cráteres lunares; también de la deficiencia de los servicios estatales, de la falta de presupuesto o de la nula preocupación por restaurar aquella carretera en donde nadie, ni siquiera las almas de los que constantemente morían ahí, deseaban deambular en ese sitio. A Víctor, esa noche, el trayecto le era indiferente. En su mente solo corría un pensamiento repetitivo: cómo iniciaría el discurso ante los padres de Vela para declarar sus buenas intenciones de compartir una vida con ella.Imaginaba todas las posibles reacciones del padre. Planteó el escenario en el que el hombre lo condecoraba con una medalla al mejor de los novios, mientras la familia entera aplaudía por un minuto entero; también imaginó su debut como prometido de Vela con un buen escopetazo en la frente; luego, en uno de sus pensamientos, pudo ver cómo lo echaban a patadas por ir vestido de esa forma en un momento tan importante, casi sagrado. Ese pensamiento le ocasionó una risilla y siguió conduciendo frente a más de mil y un posibles desenlaces de la noche. En cada irregularidad del asfalto brotaban facetas del rostro del viejo, todas en el momento exacto en el cual Víctor imaginaba insertar la argolla de mediano costo en el dedo anular de Vela.

La distracción fue tan grande que perdió de vista el carril contrario, en el que seguramente un borracho se había quedado dormido y venía directo a él. El cambio de luces transportó a Víctor a un túnel de luz en el cual pudo ver el fin de sus días en el mundo terrenal, pero las milésimas de segundo faltantes para impactarse, le hicieron darse cuenta de que eso no podía suceder; no podía dejar sus ilusiones regadas junto con los trozos de su cerebro en la carretera y menos por culpa de una estúpida distracción. Víctor no podía dejar el mundo, no sin antes declarar sus deseos de pasar una vida con Vela. No podía morir, al menos no en ese instante.

Frenar no era solución, seguir en su carril tampoco. Ambas velocidades comprobaron las de leyes de la física y estaban a nada del mortal impacto. El tiempo de acción era casi nulo. La única opción que se le presentó fue salir del camino y tratar de tomar el control sobre la hierba que, en ese momento, se convirtió en el elemento fundamental que le evitó la muerte. En medio de la confusión y de la escasa visibilidad sintió alivio y hasta gusto por estar tragando tierra y no todo el metal de ese automóvil. Víctor giró el manubrio y pudo sentir el atasco de la moto entre la maleza; por un momento pensó que había muerto, hasta que el olor a hierba y musgo le refrescaron los sentidos. Dejó caer la motocicleta sobre las defensas laterales; por fortuna, ambos se encontraban intactos. Escupió todo el polvo que había tragado, sintió pena propia y miró el engorroso escenario. El faro frontal lanzaba luz hacia el horizonte y dejaba ver una nube de polvo danzando frente a sus ojos. El efecto formó sombras que le intranquilizaron. Era tarde y, por suerte, su cita aún lo esperaba.

Dio un paso hacia atrás y levantó la Thruxton, giró la llave, después de dos intentos el motor rugió y lanzó una nube de humo. Víctor observó un camino de tierra que subía hacia la carretera y, después de incorporarse, pudo ver el auto, de hacía unos instantes, estacionado con las luces intermitentes. La silueta del conductor estaba también a un costado de la puerta. El hombre lo miraba, o al menos eso sentía Víctor, pues no era capaz de ver su rostro en medio de la noche, sin embargo, en cada intermitencia de las luces traseras, alcanzaba a percibir el brillo de unos ojos siniestros. Víctor quedó paralizado y deseaba marcharse de la escena.

El hombre comenzó a acercarse. El chico estaba inerte, pensando en cómo hacer un reclamo al maldito borracho. Finalmente estaban de frente y sus ojos a la par. El hombre no se acercaba en mal plan y no era más que un colono del Pueblo Sur; pudo ubicarlo con facilidad por la cicatriz en su ojo izquierdo, incluso recordó haberle saludado algunas veces cuando iba a visitar a Vela. Lo recordó no solo por la cicatriz, sino porque parecía que el hombre siempre intentaba decirle algo. Cada que este hombre lo veía de la mano con Vela, se intranquilizaba y lanzaba señales para hablar con él, pero nunca fue posible que cruzaran miradas, pues Víctor lo tomaba como un hombre extraño y fuera de sí.

Todo lo que se mueve y vive os será para alimento, así como legumbres y hierbas; os lo he dado todo. Pero carne con su vida, que es su sangre, no comeréis.

- Génesis 9:3-4

La merienda es el momento ideal para compartir. Es el instante en el cual, después de un largo y pesado día de trabajo, los rostros de los más cercanos se encuentran y, con sus labios, crean el juego de movimientos que dan vida a las palabras. Palabras que expresan todo aquello a lo que llamamos vida; eso que se disfruta, se goza y también ocasiona llanto, sufrimiento y hasta muerte. Es la representación de la unión familiar y la comunión con nuestra sangre.

El Pueblo Norte se encontraba en calma, libre del ajetreo cotidiano y el poco sonido de los cacharros que lo convierten en una ciudad pequeña. Así se dibujaba este lugar en aquel octubre de 1988. La luna era menguante, una nube larga arañaba gran parte del cielo y el reflejo le hacía parecer un murciélago gigante en pleno descenso. El escenario era sugestivo. Cualquier ser humano presente hubiese imaginado una escena de un filme de horror. Estar parado en ese lienzo trazado por el creador hacía pensar en criaturas vampíricas o en algún licántropo deseoso de carne humana. El viento soplaba con fuerza y se estrellaba contra su rostro. Su cabello le golpeaba los párpados y su campo de visión no era tan bueno como lo hubiera deseado en ese momento. Sus manos delataron un buen grado de nerviosismo; no por temblor, sino por una buena cantidad de sudor impregnado en el manubrio. Conducía en dirección contraria a un buen final, pero en la correcta para el desastroso desenlace de este relato. Las con diciones del escabroso momento no lograron apagar el ímpetu derivado de la emoción que sentía por dirigirse al Pueblo Sur, en tan esperado momento de su vida.


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El poderoso escape de su Thruxton escupía un sonido amenazante y lleno de potencia, hacía vibrar los vidrios de las pocas casas ubicadas al pie de carretera. Su paso era similar al de

un terremoto de cinco grados en la escala de Richter, tal vez un poco más. Cada que pasaba por zonas boscosas, alguna parvada salía disparada hacia direcciones no planeadas por su instinto. La noche cayó más pesada y el escenario ofrecía la posibilidad de pensar en un desafortunado presagio, sin embargo, nada borraba la sonrisa que le ocasionaba ir a pedir la mano de Vela.

Imagen ilustrativa / Todo lo que se mueve y vive os será para alimento, así como legumbres y hierbas; os lo he dado todo. Pero carne con su vida, que es su sangre, no comeréis / Foto: cortesía / Alberto Serrato

Víctor Powell aumentó la aceleración de su motocicleta y sintió ser invencible en medio de la penumbra. Creyó no tener límites; creyó estar tocado por el creador, pero nunca en la mala fortuna esperada.

La velocidad, 900 cm cúbicos de torque, esa chaqueta de piel color negro, el básico blanco de cuello “v”, sus botas con casquete de acero capaces de matar a un elefante de un solo puntapié, sus treinta años de edad y un cuerpo musculoso reforzaban ese narcisismo que lo hacía lucir como el rebelde de algún filme de suspenso de esa época. Todo el conjunto de elementos le hacía sentirse poderoso, pero, en realidad, la actitud que le gobernaba era gracias al poder de torque de su motocicleta, lo suficientemente potente como para dejar regados los sesos y coágulos de sangre en el camino o, tal vez, para partirse por la mitad en el mínimo descuido asfáltico. No voy a mencionar que era el chico malo del relato, porque más allá de su aspecto rebelde, era un buen tipo, sin embargo, la imprudencia de conducir sin un buen casco certificado, le otorgaba el papel de un rebelde cabeza dura y más aún, en esa antigua carretera al Pueblo Sur, en donde cada mes morían al menos dos personas por las lastimosas condiciones de piso.

Hablar de ese camino es hablar de imperfección, de una suspensión forzada y de un trasero resentido por los hoyos que, hasta el día de hoy, parecen cráteres lunares; también de la deficiencia de los servicios estatales, de la falta de presupuesto o de la nula preocupación por restaurar aquella carretera en donde nadie, ni siquiera las almas de los que constantemente morían ahí, deseaban deambular en ese sitio. A Víctor, esa noche, el trayecto le era indiferente. En su mente solo corría un pensamiento repetitivo: cómo iniciaría el discurso ante los padres de Vela para declarar sus buenas intenciones de compartir una vida con ella.Imaginaba todas las posibles reacciones del padre. Planteó el escenario en el que el hombre lo condecoraba con una medalla al mejor de los novios, mientras la familia entera aplaudía por un minuto entero; también imaginó su debut como prometido de Vela con un buen escopetazo en la frente; luego, en uno de sus pensamientos, pudo ver cómo lo echaban a patadas por ir vestido de esa forma en un momento tan importante, casi sagrado. Ese pensamiento le ocasionó una risilla y siguió conduciendo frente a más de mil y un posibles desenlaces de la noche. En cada irregularidad del asfalto brotaban facetas del rostro del viejo, todas en el momento exacto en el cual Víctor imaginaba insertar la argolla de mediano costo en el dedo anular de Vela.

La distracción fue tan grande que perdió de vista el carril contrario, en el que seguramente un borracho se había quedado dormido y venía directo a él. El cambio de luces transportó a Víctor a un túnel de luz en el cual pudo ver el fin de sus días en el mundo terrenal, pero las milésimas de segundo faltantes para impactarse, le hicieron darse cuenta de que eso no podía suceder; no podía dejar sus ilusiones regadas junto con los trozos de su cerebro en la carretera y menos por culpa de una estúpida distracción. Víctor no podía dejar el mundo, no sin antes declarar sus deseos de pasar una vida con Vela. No podía morir, al menos no en ese instante.

Frenar no era solución, seguir en su carril tampoco. Ambas velocidades comprobaron las de leyes de la física y estaban a nada del mortal impacto. El tiempo de acción era casi nulo. La única opción que se le presentó fue salir del camino y tratar de tomar el control sobre la hierba que, en ese momento, se convirtió en el elemento fundamental que le evitó la muerte. En medio de la confusión y de la escasa visibilidad sintió alivio y hasta gusto por estar tragando tierra y no todo el metal de ese automóvil. Víctor giró el manubrio y pudo sentir el atasco de la moto entre la maleza; por un momento pensó que había muerto, hasta que el olor a hierba y musgo le refrescaron los sentidos. Dejó caer la motocicleta sobre las defensas laterales; por fortuna, ambos se encontraban intactos. Escupió todo el polvo que había tragado, sintió pena propia y miró el engorroso escenario. El faro frontal lanzaba luz hacia el horizonte y dejaba ver una nube de polvo danzando frente a sus ojos. El efecto formó sombras que le intranquilizaron. Era tarde y, por suerte, su cita aún lo esperaba.

Dio un paso hacia atrás y levantó la Thruxton, giró la llave, después de dos intentos el motor rugió y lanzó una nube de humo. Víctor observó un camino de tierra que subía hacia la carretera y, después de incorporarse, pudo ver el auto, de hacía unos instantes, estacionado con las luces intermitentes. La silueta del conductor estaba también a un costado de la puerta. El hombre lo miraba, o al menos eso sentía Víctor, pues no era capaz de ver su rostro en medio de la noche, sin embargo, en cada intermitencia de las luces traseras, alcanzaba a percibir el brillo de unos ojos siniestros. Víctor quedó paralizado y deseaba marcharse de la escena.

El hombre comenzó a acercarse. El chico estaba inerte, pensando en cómo hacer un reclamo al maldito borracho. Finalmente estaban de frente y sus ojos a la par. El hombre no se acercaba en mal plan y no era más que un colono del Pueblo Sur; pudo ubicarlo con facilidad por la cicatriz en su ojo izquierdo, incluso recordó haberle saludado algunas veces cuando iba a visitar a Vela. Lo recordó no solo por la cicatriz, sino porque parecía que el hombre siempre intentaba decirle algo. Cada que este hombre lo veía de la mano con Vela, se intranquilizaba y lanzaba señales para hablar con él, pero nunca fue posible que cruzaran miradas, pues Víctor lo tomaba como un hombre extraño y fuera de sí.

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