La vieja Murray (Parte I)

Alberto Serrato

  · domingo 26 de mayo de 2024

Basta sentir el horror para convertir en realidad aquello que no deseamos encontrarnos en la vida / Foto: cortesía / Alberto Serrato

Basta sentir el horror para convertir en realidad aquello que no deseamos encontrarnos en la vida. Basta creer en el mal para que, al caer la oscuridad, un montón de ropa sobre el sofá se convierta en una criatura de la noche. Y, por supuesto, basta un abrir y cerrar de ojos para sentir nuestro último palpitar.

Es bien sabido que en los pueblos pequeños hablar de demonios, brujas y criaturas extrañas tan solo es producto de mitos y leyendas urbanas. Para la mayoría no pasa de ser un juego de chiquillos, pero, en ocasiones, la voz pública expulsa palabras y deseos llenos de morbo para despertar el verdadero horror derivado de los planos desconocidos en la percepción del ser humano.


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El sol escupió el último rayo en el pueblo norte. Una noche antes, ellos acordaron verse en el callejón trasero ubicado a espaldas de la calle Trenton donde solían pasar las tardes de pelota y entretenimientos comunes para su edad. A la llegada del cumpleaños número doce se dieron cuenta de que los juegos de niños ya no eran suficientes, además la satisfacción interna encontrada en aquella pelota de baseball y en los juegos con lodo en el jardín frontal ya mutaba a un deseo proveniente del crecimiento natural de sus vellos y mente. Era un nuevo impulso inclinado a los intereses de un preadolescente, no propiamente de tipo carnal, sino un impulso proveniente de lo desconocido; de los placeres y morbo aparecidos como una bestia que, sin darse cuenta, marcaría su destino.

Durante siete días y seis noches buscaron la mejor forma y el momento oportuno para penetrar la pocilga perteneciente a la mujer más temida y odiada de ese deprimente pueblo. Era una mujer desquiciada, tachada de enferma mental, pero, sobre todo, de bruja. Los nuevos preadolescentes estaban dispuestos a ingresar donde la policía local no tenía el mínimo interés de investigar, pues las leyendas urbanas no suelen quedar sujetas a investigación legal.

Basta sentir el horror para convertir en realidad aquello que no deseamos encontrarnos en la vida / Foto: cortesía / Alberto Serrato

La noche de la desgracia, la luz de la luna los cobijaba en un manto azul mientras charlaban de sus nuevos intereses oscuros, demonios, entidades provenientes del armario, licántropos, encuentros extraterrestres y de todos los niños supuestamente tragados por la dueña de la casa próxima a ser penetrada: la antigua casa de la vieja Murray.

Cada historia la acompañaban de bromas sin sentido pero necesarias para aligerar la sensación de miedo. Pasada la media noche, después de atravesar la avenida Norton y avanzar hasta la calle 23, llegaron a la zona boscosa donde se encontraba la antigua casa. Una densa niebla los dejó ver a no más de un metro de distancia. Sin decirlo uno al otro se dieron cuenta de que el pánico se convertía en el invitado de honor a la misión. El valle oscuro era, por mucho, más horrendo y lúgubre de lo que alguna vez sus padres llegaron a mencionar a la hora de la merienda. Cruzaron los enramados y las luces del pueblo se convirtieron en pequeñas luciérnagas titilantes y lejanas. Las ramas atravesadas cerraban el camino cada vez más y parecían las uñas largas y secas de algún demonio. La densidad del bos- que sofocó por completo a esas lejanas luciérnagas convirtién- dose en un hoyo negro sin dimensiones.

Dani y Adam tenían la sensación de haber triunfado en el diseño de la ruta a la casa Murray plasmado en el mapa local pillado de la biblioteca escolar y, al mismo tiempo, sentían una profunda derrota. De forma personal pensaban en la extraña desaparición de la única hija de los Collins y también en todos los niños desaparecidos en los últimos meses. Sin decir una palabra se miraron y temieron por su vida en ese espantoso lugar.

La noche pareció detenerse. Mientras el pueblo dormía en tranquilidad, este par se encontraba en lo más profundo del macabro valle oscuro rodeando como auténticos ladronzuelos la casa de la vieja Murray, quien para las malas lenguas era una maldita entidad raptora de menores, especialista en tragarse sus órganos y usar los cadáveres como recipientes para convertirlos en fieles sirvientes eternos.

–No sé si haya sido buena idea venir a esta porquería, tengo miedo –exclamó Dani mientras se tallaba los ojos inyectados de sangre.

–No pasa nada, ahora no debemos llorar como dos debiluchos. Juntos venimos y juntos nos vamos, pero no sin antes hurgar la casucha de esa maldita bruja –expresó Adam no muy convencido, con una voz temblorosa. Se quitó su mochila de la espalda, tomó una linterna, la encendió a baja densidad, tragó saliva e infló el pecho en señal de una falsa valentía.

Dani dibujó una sonrisa y agradeció la compañía de Adam, le golpeó el hombro y se miraron un par de segundos. Se dieron cuenta de que estaban en medio de la nada. Luego observaron el mapa, después el paisaje, el cual en realidad era una composición de ramas secas y desiguales más neblina. Volvieron a mirarse, tragaron saliva y cuando decidieron seguir su camino notaron una extensa barrera de hojas y ramas parecida a una fortaleza. Ese monstruo de hierba se extendía a lo largo de algunos cuatro kilómetros, pero permitía ver secciones incompletas de la casa más torcida que en sus doce años de vida hubiesen atestiguado. Ambos sintieron un escalofrío y la débil luz de la linterna dejó ver un par de sonrisas regidas por el miedo. Intentaron rodear ese gigantesco muro de ramas, buscaron más de una manera de atravesar el obstáculo y así ingresar al territorio de la vieja traga niños, pero lo único que lograron fue caminar en un entorno cíclico parecido al de algún dibujo animado. Apagaron la linterna e hicieron lo posible por avanzar sin lastimarse en medio de las espinas y las ramas que se alargaban como brazos de muertos vivientes.

Las sombras e imágenes difusas llenaban su mente de pánico. Ambos sintieron deseo de orinarse en los pantalones. Algún lobo aulló en la lejanía y se quedaron congelados por unos diez segundos. Las hojas crujían como el gruñir de un ogro. Los chicos comenzaron a sentirse desesperados pues les era imposible encontrar la forma de penetrar ese misterioso enramado. La brújula del padre de Dani se bloqueó por completo y el mapa nunca marcó ese maldito muro.

La desesperación se desbordó en forma de carcajadas ahogadas y nerviosas acompañadas de agitación. Los pasos dejaron de ser lentos y ahora sonaban como un trote militar. Adam sintió palpitaciones en la garganta y ganas de volver el estómago. Sabía que se encontraban en medio de un lugar que solo Dios sabía cuál era el camino de regreso. Tuvo un arranque de miedo y pensó en correr, pero hacerlo era el boleto para la función “perdido para siempre”. Era mejor estar al lado de Dani que a la merced de algunos depredadores nocturnos.

Dani estuvo a punto de pegar un grito de pánico y otro de culpa, pero antes de hacerlo pudo ver una salida que le regaló la falsa esperanza de triunfo ante ese maldito muro infinito. También tuvo la tonta ilusión de que estaban a punto de develar los secretos más oscuros de la vieja Murray, para después escapar a la vieja estación del tren ubicada en el otro extremo del pueblo norte, tal como lo recordaba en el mapa. Cuando vio ese agujero sintió un alivio; su mente fabricó la imagen de él mismo llegando a casa como un campeón por haber cumplido la misión y burlado a sus padres, esperando el amanecer para presumir la hazaña con todos los compañeros del colegio. El hueco se antojó pequeño pero de suficiente tamaño para poder ingresar del otro lado.

–Por ahí podemos acceder, Adam. No temas, saldremos de esta con bien. Vayamos a ver qué hay dentro de la casa de esa anciana.

–Confío en ti, maldito rufián, pero ahora ya no es importante ir a casa de esa cosa, lo que importa es encontrar la salida y largarnos de una buena vez.

–¡Vamos! No seas aburrido. Anda, estamos del otro lado. Sígueme.

Dani se puso en cuatro e igual que un bebé, gateó hasta el hueco conductor al otro lado del enramado. No dudó ni un segundo en atravesar y cuando lo hizo sintió un choque ener- gético jamás sentido en su corta vida. La sensación de más de mil voltios recorrió su cuerpo, los cabellos se le electrizaron, sus ojos temblaron y por un momento perdió la noción del tiempo. Cuando volvió en sí se dio cuenta de que había entrado en una dimensión alterna a la del ser humano. El hueco del triunfo emitió un destello luminoso de color azul muy similar al de algún filme de ficción. Dani no tuvo miedo al ver ese brillo cegador e invitó a Adam extendiéndole la mano. Adam también vio el destello y el mismo horror lo invitó a tomar de la mano a Dani, pues necesitaba su cercanía. Ambos tuvieron una misma sensación de rareza.

Cuando se miraron el uno al otro, un extenso sol de medio día apagó el brillo de la luna. Ahora esas ramas y horror nocturno eran un vasto jardín lleno de girasoles que recibían con gusto los rayos del ardiente sol. Dani extendió la mano para intentar tocar ese extraño pasadizo pero una descarga energética lo rebotó sin darle oportunidad de regresar a la oscuridad. Estaba sellado por hojas que destellaban rayos azules fluorescentes. Miraron la casa de la vieja Murray y lo que minutos antes era una pocilga lúgubre, torcida y sucia ahora era una casa grande, simétrica y sobre todo linda, muy a lo Blanca Nieves y los siete enanos. Una mariposa se posó en la nariz de Dani y voló hacia las inmensidades del jardín donde se encontraban parados.

La inverosimilitud del paisaje les prohibió soltar palabra alguna y se limitaron a caminar en dirección al foco principal de la escena. Sus latidos dejaron de ser agitados y el canto de los pájaros los llevó a emitir suspiros de una tranquilidad irreal. Caminaron en dirección a la casa y no pudieron dejar de lado mirar un pequeño lago en el que siete patos giraban en derredor a un cisne negro parpando desiguales. Dani arrojó una sonrisa y Adam musitaba expresiones extrañas mezcladas entre miedo y felicidad. Dani no llegó a entenderlas y siguió caminando sin darles importancia.

El momento hubiese sido irreal para cualquier espectador, pero para Dani y Adam era la única realidad válida en ese instante. Siguieron avanzando hasta los dominios de la anciana y muy en el fondo de la casa pudo escucharse una risilla que no les ocasionó miedo, pero sí inquietud por conocer al autor. La puerta principal se abrió como una boca y con un gran bostezo arrojó a una niña de apenas algunos seis años de edad recién cumplidos. Llevaba puesto un vestido color azul pastel con hombros de holanes blancos. Dani pensó en Alicia la del cuento y sonrió sin alegría. La niña dibujaba una mueca extraña, sus ojos eran de grandes pestañas y no parpadeaban pero se mostraban felices. Su piel brillaba tal como lo haría la porcelana ante los destellos del sol y sus movimientos no eran articulados como los de un niño de carne y hueso. En su mano derecha cargaba una regadera color rosa pastel. Caminó en dirección a los girasoles y comenzó a regarlos. Su risa se disipó hacia todo ese universo paralelo al que Dani y Adam ahora pertenecían.

La risa de la niña se convirtió en un zumbido que no tardó en penetrar los oídos de ambos chicos, quienes de inmediato fueron atraídos por esa extraña frecuencia. Como imanes cami- naron a donde ella se encontraba vertiendo el agua a los giraso- les. En menos de diez pasos se encontraban a un costado de esta pequeña criatura que aparentaba ser una niña. Dani la miró y ella, sin dejar de sonreír, no se preocupó en mirarlos pero sí en dirigirles unas palabras sin la necesidad de mover los labios ni borrar esa larga hilera de dientes. Fue como si alguien dentro de una botarga se expresara.

–Hola, ustedes son mis nuevos hermanos, ¿cierto? –expresó con una voz sofocada y metálica.

–Creo que nos confundes. Me llamo Dani y él es mi amigo Adam. ¿Ésta es tu casa?

–Sí, desde no hace mucho tiempo. Vivo con mami y ella es muy buena. Hace días dijo que hoy llegarían mis nuevos hermanos.