La vieja Murray (Parte II)

  · domingo 2 de junio de 2024

Basta sentir el horror para convertir en realidad aquello que no deseamos encontrarnos en la vida / Foto: cortesía / Alberto Serrato

La niña borró la sonrisa y giró su cabeza a 45 grados para mirarlos fijamente, dejó caer la pequeña regadera y se quedó ahí, inerte, sin la capacidad de emitir un movimiento; su piel brilló con más fuerza y cualquiera que no se hubiese impactado por su voz lo hubiera hecho por la textura no humana de la que era acreedora. Ellos se inundaron en pánico, supieron que se trataba de la pequeña Tracy Collins, quien había desaparecido días atrás.

Dani y Adam retrocedieron dos pasos y pensaron en regresar para llamar a la policía o dar un aviso a sus padres. Los girasoles se inclinaron y el sol lanzó rayos tan naranjas como llamaradas del infierno. Intentaron correr, pero solo pudieron ver cómo esa puerta volvió a abrirse. Fue entonces cuando los chiquillos dieron fe de que no se trataba solo de una tonta leyenda urbana. Salió una mujer, pero no era como en el pueblo norte se decía, al contrario, era una mujer joven, hermosa y de muy buen ver. Vestía una gabardina color vino, un pantalón justo de lana negro y un grandísimo y ridículo sombrero de copa sensual quizá solo en ella.


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La mujer, dueña de unos grandes ojos verdes y un par de labios rojos, dejó a los dos chiquillos hipnotizados. A pesar de tener solo doce años de edad y un miedo que los alejaba de la razón, sintieron una atracción hacia la extraña mujer. Ella caminó hacia los enanos y les transmitió una sensación de tranquilidad que ni en los días de verano sin la clase de gramática llegaron a sentir. Se plantó de frente a ellos y de espalda a aquella casa llena de curvas y ventanas adornadas con bellos postigos de madera.

Dani quedó con la boca abierta y un hilo de saliva escurrió de su boca mientras Adam vivía un evento traumático en el que su ojo derecho parpadeaba sin control. Murray les dibujó una sonrisa, tomó a los chicos de la mano y con amabilidad los arrastró al interior de esa misteriosa casa. Apretó sus manos y ellos, sin protestar, sintieron el peor de los fríos que el ser humano puede experimentar. De no haber sido por ese trance de hipnosis hubieran caído muertos de miedo o hipotermia, pero caminaron sin una expresión en el rostro. La niña se quedó ahí sin moverse igual que un objeto inanimado. Murray los ingresó a la casa y cerró la puerta con doble cerrojo.

En el interior recuperaron la conciencia y observaron que estaban inmersos en un verdadero monumento a la belleza. Las paredes estaban recubiertas de ébano y caoba. En el muro frontal a la puerta principal había un mueble grande y elegante del mismo estilo que la fachada de la casa. Parecía un pasadizo secreto a otra dimensión más lejana aún de esa en la que ya se encontraban metidos. En ese fino mueble había más de dos mil figuras de porcelana de la más alta calidad, todas eran figurillas que asemejaban niños en distintas posiciones. Algunos reían, otros lloraban, unos cuantos aparentaban jugar. Era una colec- ción que seguramente ascendía a unos cuantos miles de billetes verdes. Adam miró cada una de las figuras y notó que la textura era idéntica a la piel de Tracy Collins. Abrió la boca y quiso cuestionar a la mujer, pero solo pudo escuchar los latidos de su corazón y tragarse la voz. La mujer estaba frente a ellos sentada en un sillón imperial debajo de un candelabro encendido con dos velas y los observaba como si fueran sus nuevas mascotas. Se quitó su sombrero, lo colocó sobre sus piernas, metió la mano en el fondo e igual que un mago sacó un puño de golosinas que no dudó en arrojárselo a sus pies.

–Coman, pequeños. Han llegado a esta casa para ser felices. Aquí el tiempo no existe. ¡Coman! Coman, su nueva hermana los espera para regar el jardín. Coman, necesitan energía para cuidar ese bello jardín.

Dani, aún en estado de letargo, tomó una golosina y la comió sin darse cuenta de lo que en realidad estaba por suceder. Cuando probó ese maldito dulce sus ojos se convirtieron en espirales y pudo ver la horrenda realidad. La silueta de la mujer tomó forma de una anciana decrépita dueña de una nariz tan larga como una berenjena, unos ojos hundidos y una boca llena de vello de la que salía un diente largo y amarillo. Fue la última vez que Dani tuvo conciencia y ya sin decisión propia comió dulces cerca de veinticuatro horas, refiriéndonos al tiempo de la realidad a la que ellos pertenecían.

Adam aún era dueño de su conciencia y le bastó un parpa- deo para darse cuenta de que su amigo Dani estaba a punto de reventar. Su cuerpo era similar a un globo lleno de helio y sus ojos se encontraban inyectados de sangre y muy distantes de las cuencas. La mujer carcajeaba y hacía sonidos guturales mientras lanzaba más dulces a la boca de Dani. Fue ahí cuando se dejó de máscaras y mostró también a Adam su verdadera identidad.

–¿Y tú no vas a tragar mis dulces, mocoso inepto? ¿Acaso no quieres ser feliz igual que tu amiguito Dani? ¿No quieres ser mi esclavo, maldita rata?

Adam no contestó una sola palabra, miró por la ventana y se dio cuenta de que el sol ficticio ya no estaba y ahora la noche era la que reinaba de nuevo en el momento. La casa solo era iluminada por ese viejo candelabro y la luna lo dejó ver cómo su amigo estaba a punto de convertirse en más de mil pedazos de carne cruda.

La anciana se elevó por encima del sillón donde descansaba, voló lentamente hasta el rostro de Dani y a través de un enfermo beso succionó lo que había dentro del pequeño. Su garganta dejaba ver cómo engullía sus órganos e hilos de sangre escurrían por sus comisuras. Lo succionó hasta dejarlo conver- tido en un recipiente de carne vacío. Las figuras de porcelana cobraron vida, adquirieron un tamaño real, caminaron tor- pes en dirección a Adam y gritaron al unísono: ¡Come dulces, Adam! ¡Come dulces, Adam! ¡Come dulces, Adam! ¡Come dul- ces, Adam! ¡Come dulces, Adam! ¡Come dulces, Adam! ¡Come dulces, Adam! ¡Come dulces, Adam! ¡Come dulces, Adam!

Adam conoció el horror. Por un momento pudo ver su destino idéntico al de Dani. Imaginó lo que sentiría cuando su estómago completo pasara por su garganta hasta las fauces de ese monstruo y pegó un chillido cuando imaginó su corazón en las entrañas de esa maldita bruja. Se armó de valor y como último recurso sacó del bolsillo trasero la linterna que llevaba lista para el momento oportuno y disparó un rayo luminoso contra una de las figuras. Pensó que sería inútil, pero vaya sor- presa que se llevó cuando esa entidad cayó resquebrajada en mil pedazos. La vieja Murray pegó un aullido que quizá fue escuchado en el pueblo norte. El pequeño Adam sintió un alivio y disparó contra los nueve restantes pulverizándolos en cuestión de segundos.

La decrépita anciana perdió fuerza ante esa luz incandes- cente y su piel comenzó a derretirse. Adam se puso en pie y lanzó rayos contra el bulto de maldad que se retorcía en el suelo. Jaló del brazo los restos de su amigo Dani pero trajo consigo tan solo un trozo de porcelana. Adam quiso gritar y maldecir pero se limitó a correr al otro lado de esa habitación donde había una puerta trasera que por suerte no tenía ningún tipo de seguridad. Pensó en salvar a Tracy pero asumió que también sería un simple muñeco de porcelana. Logró huir de esa casa y después de unos doscientos metros pudo ver en el horizonte la vieja estación del tren. Intentó correr en línea recta lo más rápido que pudo, pero el vómito lo detuvo un par de veces y la falta de aire también.


Tardó más de ocho horas en llegar al pueblo norte. Su ropa se encontraba vieja y sus manos completamente resecas y llenas de manchas oscuras. Caminó un par de calles y notó que las cosas eran un poco distintas. Llegó al supermercado y la mujer que solía atenderlo y pellizcarle las mejillas no se encontraba. No tomó importancia y caminó al pasillo de las gaseosas, necesitaba beber algo frío y también sentarse a pensar cómo daría la terrible noticia a sus padres.



Miró su reflejo en el cristal del refrigerador y se percató de que su rostro ya no era el de aquel niño de doce años. Sus parpados caían como pellejos y sus labios eran arrugados igual que una pasa. Adam entonces se dio cuenta de que estuvo atrapado en la casa Murray por más de 60 años.