/ domingo 23 de junio de 2024

Margorie (Parte I)

La existencia de seres malignos en este plano existencial no siempre es producto de la imaginación o la locura, en ocasiones son monstruos escondidos en nuestra mente y cuando despiertan exhiben los horrores inexplicables para el mundo, tu mundo; horrores que intentas apagar con medicamentos a los que esos monstruos suelen ser inmunes. El verdadero horror no tiene cura y solo culmina cuando acaricias las faldas de la muerte.

Durante siete días y seis noches, la mente de la pequeña Margorie se mantuvo lejos del descanso pero muy cerca de un pensamiento cíclico sostenido sobre un eje llamado Atila: un viejo pastor australiano, que fue su amigo inseparable desde ocho años atrás y que al igual a una estrella fugaz, desapareció del vecindario en medio de la noche y los negros cielos de invierno en el Pueblo Norte.

Imagen ilustrativa / La mente de la pequeña Margorie se mantuvo lejos del descanso pero muy cerca de un pensamiento cíclico sostenido sobre un eje llamado Atila: un viejo pastor australiano / Foto: archivo / El Sol de México

La quinta y penúltima noche antes del desenlace de esta tragedia, Margorie despertó en medio de turbias pesadillas. Tenía los párpados inflamados y los ojos inyectados de sangre: eran igual a los de algún alcohólico. Sus manos temblaban y una extraña sensación de asfixia corría desde su tráquea hasta los pulmones. Se irguió a 45 grados y se dio cuenta de que una vez más había utilizado la noche como el espacio perfecto para dibujar horribles escenarios referentes a la desaparición de Atila y no para descansar. Antes de ser derrotada por el cansancio suspiró, se tumbó en la cama y miró el techo que, en realidad, solo era una masa negra sin dimensiones igual que su mundo sin Atila. Cerró los ojos y en menos de dos minutos se introdujo en una horrible pesadilla: veía la imagen de su perro, pero no como en los días felices en los que solían jugar toda la tarde en el jardín, sino enterrado bajo un metro y medio de nieve. El animal se encontraba prensado entre la nieve, aullaba y pedía despavoridamente auxilio y no precisamente con los gruñidos característicos de la especie canina. Atila era dueño de una voz humana gruesa y horrenda, con la que exigía ser liberado de esa tumba de hielo.


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–Sácame de esta tumba, Margorie. Tengo frío, no me dejes aquí, maldita perra. Sácame y enmienda tu error. No me dejaste entrar a casa y por tu culpa me estoy congelando aquí abajo, perra. Ven, ven y sácame de aquí, nena.

–No fue mi culpa, Atila, creí que estabas a salvo en el garaje. Jamás te hubiese dejado a propósito en medio de la tormenta.

–Ocho años bastaron para que dejara de importarte nuestra amistad. Ahora disfrazas tu crimen con esa hipocresía. Lo sabes muy bien, querías deshacerte de mí, maldita perra, y lo lograste. ¿Estás feliz?

Terminadas las irreales palabras de Atila, un zumbido idéntico al de un ejército de abejas se estrelló dentro de la cabeza de Margoire. Miles de aguijones mentales inyectaron veneno y el efecto letal se convirtió en culpa, pues en su triste realidad ella deseaba encontrar a Atila y el pasar de los días sin una respuesta la llevaba a esos episodios brumosos y proyectados en forma de locura. El veneno de esa pesadilla se hizo mortífero y no pudo purgarlo de otra forma distinta al llanto. Una vez que sus ojos se secaron, ese veneno se convirtió en vómito y por último en una fiebre nocturna tan densa que cualquier doctor hubiese pensado en un síntoma de linfoma.

La existencia de seres malignos en este plano existencial no siempre es producto de la imaginación o la locura, en ocasiones son monstruos escondidos en nuestra mente / Foto: cortesía / Alberto Serrato

El sol ya se alzaba sobre la gran montaña derritiendo un poquito la nieve situada en los barandales de la puerta principal, pequeñas gotas caían para cristalizarse de nuevo sobre los escalones del recibimiento, el reloj marcaba las nueve de la mañana y el desayuno estaba listo. Margorie bajó las escaleras, tambaleante, cabizbaja, vacía y sin energía. Su madre al verla enfundada en su pijama de cuadros pensó sin sentido en una anciana cargada de depresión y achaques causados por artritis reumatoide.

–Ven, Margorie, el desayuno está listo –rumoró su padre que también echaba de menos los ladridos matutinos de Atila y Margorie asintió con una sonrisa que en realidad era una mueca destruida–. Hija, créeme, si alguien se robó a Atila las va a pagar muy caras. Por favor, cambia esa cara.

–Nadie pudo haberlo robado –dijo su madre–, es un perro viejo y nadie quiere un perro viejo en casa. Es mejor que guardemos la calma y esperemos su regreso.

–¿Lo dices tan fácil, mamá? Era mi mejor amigo, no puedes expresarte con tanta tranquilidad.

–Hija, no lo tomes a mal, pero no podemos detener la vida. Estoy de acuerdo en que debemos tener empatía con nuestras mascotas, pero debes relajarte un poco.

–Bianca, no debemos ser tan duros con Margorie, Atila era todo para ella y prometo en esta mesa por la memoria del abuelo que lo vamos a encontrar. Todo estará bien, cariño. ¿De acuerdo?

Margorie dibujó una sonrisa un poco más honesta y comió el desayuno con la cabeza inclinada mirando el plato e imaginando el rostro de Atila, el de la pesadilla, lanzando una horrible sonrisa llena de rabia y, claro, exigiendo su regreso al dulce hogar.

Terminó el desayuno y de no ser por los huevos fritos dentro de su estómago, hubiese regresado igual de vacía a la habitación. Mientras subía las escaleras, en su cabeza se desató una guerra entre las frías palabras de su madre y la alentadora promesa de su padre. Ambos argumentos contrarios chocaron como espadas y, más allá de aclarar su mente, crearon una obsesión que de ninguna forma saldría de su mente. Golpeó la puerta de la habitación, caminó cuatro pasos hacia la ventana principal y miró la casa de los Olson, un matrimonio misterioso proveniente de Inglaterra que, desde su llegada meses atrás al Pueblo Norte, no había sido del agrado y buen augurio a Margorie, y no por paranoia o poca disposición, sino por los extraños comporta- mientos del señor Olson, quien en repetidas ocasiones, frente a los ojos de Margorie, llegó a comportarse como algo no humano.

Más de cinco ocasiones lo observó desde su ventana caminando bajo el cobijo de la luna. El hombre siempre miraba el cielo y giraba en su perímetro territorial saboreando la oscuridad. Lo hacía en un estado hipnótico y ella lo sabía porque sus ojos se volvían blancos y no caminaba como un ser humano normal, sino que avanzaba sin mover los pies, es decir, flotaba a unos quince centímetros del suelo. Eso la asustaba pero jamás lo consultó con alguna persona mayor y lo guardó en el baúl donde solo ella podía echar vistazos a esas turbias imágenes. Con los días, Margorie se hizo amarga, seca y poco social. Su alcoba se convirtió en una trinchera donde maquilaba la idea perfecta para encontrar a Atila.

Igual que los días anteriores, comió su desayuno llena de pesar, se posó en la ventana durante unos diez segundos y su mente vomitó la tonta frase: “el señor Olson me secuestró perra, sálvame”. Luego sintió miedo al recordar los avistamientos nocturnos del anciano deambulando en su jardín. El ojo izquierdo de la pequeña Margorie comenzó a temblar y en su rostro se dibujó una risilla nerviosa. Observó la nieve, el cielo gris, bajó el vidrio y cuando estuvo a punto de cerrar el postigo se dio cuenta de que el señor Olson la miraba desde su ventana con una mirada sin vida, un rostro vacío y unos labios perdidos entre las arrugas de su piel que seguro era tan vieja como algún olmo del Pueblo Norte. El viejo levantó la mano y le saludó encogiendo los dedos de izquierda a derecha y viceversa. La pequeña quiso lanzar un grito pero solo pudo halar el postigo con fuerza. El chillido de la madera le erizó la piel y por primera vez sintió el horror en carne propia.

Margorie se tumbó en un rincón de su habitación, sollozó, abrazó sus piernas y comenzó a perder la esperanza de volver a ver a Atila, casi al instante de hacerse a la idea de ya no ver más a su fiel amigo de cuatro patas, un aullido proveniente de la casa de los Olson devolvió a sus pensamientos la idea de volver a verle. Sus quijadas temblaron, miró el reloj y se dio cuenta de que habían pasado casi doce horas desde el desayuno. Se metió a la cama y, sin desearlo, un sexto sentido le advirtió que Atila no estaría enterrado bajo la tormenta de nieve como sus sueños se lo habían propuesto y tal vez tendría que echar un vistazo más cercano al territorio de los Olson.

Ese sexto sentido no le permitió conciliar el sueño y la escupió de la cama. Avanzó hacia la ventana, la suavidad de su pijama hizo imperceptible el rose de sus piernas, fijó la mirada por la rendija del postigo e imaginó al señor Olson vigilándole desde su ventana con esa mirada vacía, pero solo pudo ver miles de copos cayendo a la superficie terrestre, el cielo rojo y cómo el viento hacía danzar al hielo en espirales desiguales y figuras caprichosas. Por un momento dejó de sentir miedo y un sentimiento de venganza apareció y justo cuando lanzó una risilla siniestra, el señor Olson tomó protagonismo en la escena. Estaba en el centro de su jardín, no de pie como un humano, sino como un invertebrado gigante. El hombre la miró, se arrastró igual que una serpiente. Y lo que días antes fue su piel, ahora mutaba en un pellejo más agrietado y negro.

El viejo Olson ya convertido en una criatura mítica lanzó un chillido que retumbó en el vidrio de la ventana y Margorie sintió un deseo de desmayarse, pero una energía extraña la mantuvo con los ojos muy abiertos: pudo ver cómo de la boca de Olson nacía una hilera de dientes amarillos y afilados. La horrenda criatura se alzó ante los ojos de Margorie, parecía un personaje de la película Alien, tenía una gran joroba y aun así alcanzaba a medir más de dos metros por las membranas alargadas que salían de su espalda. Sus ojos mostraban el infierno, era una escena espantosa imposible de describir tal y como fue. Ella se negó a creerlo, de un golpe cerró el postigo y tomó la espantosa escena como una alucinación derivada de los desvelos. Retrocedió a tumbos y se metió en la cama no sin antes tomar una cruz que su padre montó en la parte superior de la cabecera desde que comenzó a dormir sola cuando cumplió cuatro años. Se cubrió con la sábana y muy cerca de ella escuchó unas palabras provenientes de la inexistente voz de su perro Atila:

–Ya sabes dónde estoy, Margo. Ven por mí. Ya lo sabes, él me tiene aquí. Olson me tiene encerrado, nena. Ven, ven, ven.

Margorie se perdió en la inconsciencia mientras escuchaba la voz. Esa fue la última noche que durmió en su alcoba.

Cuando despertó, lo único que tuvo en mente fue armarse de valor para ir a casa de los Olson a preguntar por Atila, pues a pesar del miedo atravesado en su ser, para ella aquel suceso de la noche anterior tan solo había sido una alucinación y al momento de atreverse a tocarles la puerta, se enfrentaría a un matrimonio viejo de costumbres inglesas y no habría nada que temer.

Era pleno invierno, el frío calaba en los huesos, pero desde pequeña ella disfrutaba la temporada y no solía disfrazarse de esquimal cuando las temperaturas rebasaban los cero grados en la escala Celsius. Vistió una falda larga color violeta –ella decía que le traía buena suerte cuando la usaba y lo había comprobado un par de veces; una cuando presentó examen de gramática sin haber estudiado y otra al encontrarse un verde de veinte en un parque de diversiones. Se enfundó una blusa azul cielo de cuello de tortuga, una bufanda por aquello de los regaños de su madre y tomó la cruz desmontada de su cabecera para ocultarla entre la bufanda, pues en lo más hondo de sus pensamientos se encontraba alojado el miedo hacia el señor Olson. No asistió al desayuno y antes de bajar las escaleras entró al cuarto de sus padres. Tardó ahí dentro unos cuatro minutos y bajó a charlar con ellos un rato. Fingió estar un poco mejor y solicitó permiso para caminar un poco sobre la nieve para reflexionar la reciente pérdida.

–No tardes, pequeña, no es tan bueno que andes por ahí en el hielo; además, la temperatura de hoy será más baja que ayer.

–No te preocupes, papá, sabes lo mucho que amo el frío.

Cubrió su boca con la bufanda mientras observaba los gestos de desaprobación de su madre. Abrió la puerta y salió antes de ser detenida por portar falda en pleno invierno.

Cuando Margorie cerró la puerta el viento silbó y en el pórtico se formó un remolino perfecto de hielo. Como dijo su padre, las bajas de temperaturas empeorarían. La nieve caía densa y no podía ver con claridad el camino a casa de los Olson, pero sabía caminar en línea recta y una línea recta necesitaba para llegar a su destino. Sus pies se hundieron en la nieve y sintió un frío quemante, tanto que por un momento pensó en regresar por algún pantalón térmico, pero la extrema sensación la invitó a seguir adelante. Cuando llegó a la calle divisora de ambas casas sintió un miedo inexplicable, lanzó una sonrisa nerviosa y titiritó de frío.

Margorie cruzó la calle hasta llegar a casa de los Olson. La nieve ahí no caía, era como si un campo magnético la repeliera, como si el invierno hubiera terminado gracias a un acto de magia muy al estilo de Las Vegas. En ese lugar la baja temperatura no existía. Su piel se erizó pero siguió avanzando. Sí o sí, sabría el paradero del buen Atila. Caminó dos pasos más, tomó la cruz de entre sus ropas, la apretó con la palma de su mano y si bien no la usaba como amuleto contra los demonios sí la usaría como arma para encajarla en cualquier criatura que la atacase. Infló el pecho y tocó la campanilla situada a un costado de la puerta. Su sonido resonó en el vecindario y penetró en lo más hondo de sus temores. El viento no silbaba y ningún ser vivo reaccionó a las ondas auditivas de la campana.

Margorie pudo sentir la presencia de algo maligno y en el fondo intuyó la presencia de Atila. Miró por encima del hom- bro con deseos de dar marcha atrás. Apenas pudo ver un man- chón ocre que en realidad era la ventana de su habitación y supo que, aunque quisiera, no podría regresar. Sintió miedo y pudo imaginarse a sí misma dentro de una bola mágica viviendo una tragedia en la casa de los Olson. Sintió cosquilla estomacales y, cuando casi sentía la posibilidad de dar la media vuelta, la puerta chilló. Una mano blancuzca y larga la invitó a pasar.

–Adelante, pequeña Margo, este caballero la ha estado esperando durante varios días. No sé el porqué de su tardanza, pero agradezco que se haya tomado el tiempo de venir.

Margorie escuchó esa voz elegante y sintió una especie de dominio superior a su voluntad. No deseó concretar su escape y se posó de frente al señor Olson, quien vestía una bata negra de terciopelo que arrastraba más de medio metro sobre el piso. El hombre de inmediato dejó ver ese par de ojos vacíos y su calva aún portadora de algunos cabellos largos y resecos. Dedicó una sonrisa blanca y extendió la escuálida mano a la pequeña Margorie, quien no dudó en responder el gesto.

–No ha podido conciliar el sueño, ¿cierto? Pase usted a esta morada, sería un gran privilegio tenerla como invitada de honor, a mi amada esposa le hubiese encantado conocerla más de cerca, pues solo le vio juguetear con su perro en la calle principal; lástima que ella salió a un viaje lejano hace un par de días. Adelante, adelante, está usted en su casa.

Próxima semana parte 2

La existencia de seres malignos en este plano existencial no siempre es producto de la imaginación o la locura, en ocasiones son monstruos escondidos en nuestra mente y cuando despiertan exhiben los horrores inexplicables para el mundo, tu mundo; horrores que intentas apagar con medicamentos a los que esos monstruos suelen ser inmunes. El verdadero horror no tiene cura y solo culmina cuando acaricias las faldas de la muerte.

Durante siete días y seis noches, la mente de la pequeña Margorie se mantuvo lejos del descanso pero muy cerca de un pensamiento cíclico sostenido sobre un eje llamado Atila: un viejo pastor australiano, que fue su amigo inseparable desde ocho años atrás y que al igual a una estrella fugaz, desapareció del vecindario en medio de la noche y los negros cielos de invierno en el Pueblo Norte.

Imagen ilustrativa / La mente de la pequeña Margorie se mantuvo lejos del descanso pero muy cerca de un pensamiento cíclico sostenido sobre un eje llamado Atila: un viejo pastor australiano / Foto: archivo / El Sol de México

La quinta y penúltima noche antes del desenlace de esta tragedia, Margorie despertó en medio de turbias pesadillas. Tenía los párpados inflamados y los ojos inyectados de sangre: eran igual a los de algún alcohólico. Sus manos temblaban y una extraña sensación de asfixia corría desde su tráquea hasta los pulmones. Se irguió a 45 grados y se dio cuenta de que una vez más había utilizado la noche como el espacio perfecto para dibujar horribles escenarios referentes a la desaparición de Atila y no para descansar. Antes de ser derrotada por el cansancio suspiró, se tumbó en la cama y miró el techo que, en realidad, solo era una masa negra sin dimensiones igual que su mundo sin Atila. Cerró los ojos y en menos de dos minutos se introdujo en una horrible pesadilla: veía la imagen de su perro, pero no como en los días felices en los que solían jugar toda la tarde en el jardín, sino enterrado bajo un metro y medio de nieve. El animal se encontraba prensado entre la nieve, aullaba y pedía despavoridamente auxilio y no precisamente con los gruñidos característicos de la especie canina. Atila era dueño de una voz humana gruesa y horrenda, con la que exigía ser liberado de esa tumba de hielo.


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–Sácame de esta tumba, Margorie. Tengo frío, no me dejes aquí, maldita perra. Sácame y enmienda tu error. No me dejaste entrar a casa y por tu culpa me estoy congelando aquí abajo, perra. Ven, ven y sácame de aquí, nena.

–No fue mi culpa, Atila, creí que estabas a salvo en el garaje. Jamás te hubiese dejado a propósito en medio de la tormenta.

–Ocho años bastaron para que dejara de importarte nuestra amistad. Ahora disfrazas tu crimen con esa hipocresía. Lo sabes muy bien, querías deshacerte de mí, maldita perra, y lo lograste. ¿Estás feliz?

Terminadas las irreales palabras de Atila, un zumbido idéntico al de un ejército de abejas se estrelló dentro de la cabeza de Margoire. Miles de aguijones mentales inyectaron veneno y el efecto letal se convirtió en culpa, pues en su triste realidad ella deseaba encontrar a Atila y el pasar de los días sin una respuesta la llevaba a esos episodios brumosos y proyectados en forma de locura. El veneno de esa pesadilla se hizo mortífero y no pudo purgarlo de otra forma distinta al llanto. Una vez que sus ojos se secaron, ese veneno se convirtió en vómito y por último en una fiebre nocturna tan densa que cualquier doctor hubiese pensado en un síntoma de linfoma.

La existencia de seres malignos en este plano existencial no siempre es producto de la imaginación o la locura, en ocasiones son monstruos escondidos en nuestra mente / Foto: cortesía / Alberto Serrato

El sol ya se alzaba sobre la gran montaña derritiendo un poquito la nieve situada en los barandales de la puerta principal, pequeñas gotas caían para cristalizarse de nuevo sobre los escalones del recibimiento, el reloj marcaba las nueve de la mañana y el desayuno estaba listo. Margorie bajó las escaleras, tambaleante, cabizbaja, vacía y sin energía. Su madre al verla enfundada en su pijama de cuadros pensó sin sentido en una anciana cargada de depresión y achaques causados por artritis reumatoide.

–Ven, Margorie, el desayuno está listo –rumoró su padre que también echaba de menos los ladridos matutinos de Atila y Margorie asintió con una sonrisa que en realidad era una mueca destruida–. Hija, créeme, si alguien se robó a Atila las va a pagar muy caras. Por favor, cambia esa cara.

–Nadie pudo haberlo robado –dijo su madre–, es un perro viejo y nadie quiere un perro viejo en casa. Es mejor que guardemos la calma y esperemos su regreso.

–¿Lo dices tan fácil, mamá? Era mi mejor amigo, no puedes expresarte con tanta tranquilidad.

–Hija, no lo tomes a mal, pero no podemos detener la vida. Estoy de acuerdo en que debemos tener empatía con nuestras mascotas, pero debes relajarte un poco.

–Bianca, no debemos ser tan duros con Margorie, Atila era todo para ella y prometo en esta mesa por la memoria del abuelo que lo vamos a encontrar. Todo estará bien, cariño. ¿De acuerdo?

Margorie dibujó una sonrisa un poco más honesta y comió el desayuno con la cabeza inclinada mirando el plato e imaginando el rostro de Atila, el de la pesadilla, lanzando una horrible sonrisa llena de rabia y, claro, exigiendo su regreso al dulce hogar.

Terminó el desayuno y de no ser por los huevos fritos dentro de su estómago, hubiese regresado igual de vacía a la habitación. Mientras subía las escaleras, en su cabeza se desató una guerra entre las frías palabras de su madre y la alentadora promesa de su padre. Ambos argumentos contrarios chocaron como espadas y, más allá de aclarar su mente, crearon una obsesión que de ninguna forma saldría de su mente. Golpeó la puerta de la habitación, caminó cuatro pasos hacia la ventana principal y miró la casa de los Olson, un matrimonio misterioso proveniente de Inglaterra que, desde su llegada meses atrás al Pueblo Norte, no había sido del agrado y buen augurio a Margorie, y no por paranoia o poca disposición, sino por los extraños comporta- mientos del señor Olson, quien en repetidas ocasiones, frente a los ojos de Margorie, llegó a comportarse como algo no humano.

Más de cinco ocasiones lo observó desde su ventana caminando bajo el cobijo de la luna. El hombre siempre miraba el cielo y giraba en su perímetro territorial saboreando la oscuridad. Lo hacía en un estado hipnótico y ella lo sabía porque sus ojos se volvían blancos y no caminaba como un ser humano normal, sino que avanzaba sin mover los pies, es decir, flotaba a unos quince centímetros del suelo. Eso la asustaba pero jamás lo consultó con alguna persona mayor y lo guardó en el baúl donde solo ella podía echar vistazos a esas turbias imágenes. Con los días, Margorie se hizo amarga, seca y poco social. Su alcoba se convirtió en una trinchera donde maquilaba la idea perfecta para encontrar a Atila.

Igual que los días anteriores, comió su desayuno llena de pesar, se posó en la ventana durante unos diez segundos y su mente vomitó la tonta frase: “el señor Olson me secuestró perra, sálvame”. Luego sintió miedo al recordar los avistamientos nocturnos del anciano deambulando en su jardín. El ojo izquierdo de la pequeña Margorie comenzó a temblar y en su rostro se dibujó una risilla nerviosa. Observó la nieve, el cielo gris, bajó el vidrio y cuando estuvo a punto de cerrar el postigo se dio cuenta de que el señor Olson la miraba desde su ventana con una mirada sin vida, un rostro vacío y unos labios perdidos entre las arrugas de su piel que seguro era tan vieja como algún olmo del Pueblo Norte. El viejo levantó la mano y le saludó encogiendo los dedos de izquierda a derecha y viceversa. La pequeña quiso lanzar un grito pero solo pudo halar el postigo con fuerza. El chillido de la madera le erizó la piel y por primera vez sintió el horror en carne propia.

Margorie se tumbó en un rincón de su habitación, sollozó, abrazó sus piernas y comenzó a perder la esperanza de volver a ver a Atila, casi al instante de hacerse a la idea de ya no ver más a su fiel amigo de cuatro patas, un aullido proveniente de la casa de los Olson devolvió a sus pensamientos la idea de volver a verle. Sus quijadas temblaron, miró el reloj y se dio cuenta de que habían pasado casi doce horas desde el desayuno. Se metió a la cama y, sin desearlo, un sexto sentido le advirtió que Atila no estaría enterrado bajo la tormenta de nieve como sus sueños se lo habían propuesto y tal vez tendría que echar un vistazo más cercano al territorio de los Olson.

Ese sexto sentido no le permitió conciliar el sueño y la escupió de la cama. Avanzó hacia la ventana, la suavidad de su pijama hizo imperceptible el rose de sus piernas, fijó la mirada por la rendija del postigo e imaginó al señor Olson vigilándole desde su ventana con esa mirada vacía, pero solo pudo ver miles de copos cayendo a la superficie terrestre, el cielo rojo y cómo el viento hacía danzar al hielo en espirales desiguales y figuras caprichosas. Por un momento dejó de sentir miedo y un sentimiento de venganza apareció y justo cuando lanzó una risilla siniestra, el señor Olson tomó protagonismo en la escena. Estaba en el centro de su jardín, no de pie como un humano, sino como un invertebrado gigante. El hombre la miró, se arrastró igual que una serpiente. Y lo que días antes fue su piel, ahora mutaba en un pellejo más agrietado y negro.

El viejo Olson ya convertido en una criatura mítica lanzó un chillido que retumbó en el vidrio de la ventana y Margorie sintió un deseo de desmayarse, pero una energía extraña la mantuvo con los ojos muy abiertos: pudo ver cómo de la boca de Olson nacía una hilera de dientes amarillos y afilados. La horrenda criatura se alzó ante los ojos de Margorie, parecía un personaje de la película Alien, tenía una gran joroba y aun así alcanzaba a medir más de dos metros por las membranas alargadas que salían de su espalda. Sus ojos mostraban el infierno, era una escena espantosa imposible de describir tal y como fue. Ella se negó a creerlo, de un golpe cerró el postigo y tomó la espantosa escena como una alucinación derivada de los desvelos. Retrocedió a tumbos y se metió en la cama no sin antes tomar una cruz que su padre montó en la parte superior de la cabecera desde que comenzó a dormir sola cuando cumplió cuatro años. Se cubrió con la sábana y muy cerca de ella escuchó unas palabras provenientes de la inexistente voz de su perro Atila:

–Ya sabes dónde estoy, Margo. Ven por mí. Ya lo sabes, él me tiene aquí. Olson me tiene encerrado, nena. Ven, ven, ven.

Margorie se perdió en la inconsciencia mientras escuchaba la voz. Esa fue la última noche que durmió en su alcoba.

Cuando despertó, lo único que tuvo en mente fue armarse de valor para ir a casa de los Olson a preguntar por Atila, pues a pesar del miedo atravesado en su ser, para ella aquel suceso de la noche anterior tan solo había sido una alucinación y al momento de atreverse a tocarles la puerta, se enfrentaría a un matrimonio viejo de costumbres inglesas y no habría nada que temer.

Era pleno invierno, el frío calaba en los huesos, pero desde pequeña ella disfrutaba la temporada y no solía disfrazarse de esquimal cuando las temperaturas rebasaban los cero grados en la escala Celsius. Vistió una falda larga color violeta –ella decía que le traía buena suerte cuando la usaba y lo había comprobado un par de veces; una cuando presentó examen de gramática sin haber estudiado y otra al encontrarse un verde de veinte en un parque de diversiones. Se enfundó una blusa azul cielo de cuello de tortuga, una bufanda por aquello de los regaños de su madre y tomó la cruz desmontada de su cabecera para ocultarla entre la bufanda, pues en lo más hondo de sus pensamientos se encontraba alojado el miedo hacia el señor Olson. No asistió al desayuno y antes de bajar las escaleras entró al cuarto de sus padres. Tardó ahí dentro unos cuatro minutos y bajó a charlar con ellos un rato. Fingió estar un poco mejor y solicitó permiso para caminar un poco sobre la nieve para reflexionar la reciente pérdida.

–No tardes, pequeña, no es tan bueno que andes por ahí en el hielo; además, la temperatura de hoy será más baja que ayer.

–No te preocupes, papá, sabes lo mucho que amo el frío.

Cubrió su boca con la bufanda mientras observaba los gestos de desaprobación de su madre. Abrió la puerta y salió antes de ser detenida por portar falda en pleno invierno.

Cuando Margorie cerró la puerta el viento silbó y en el pórtico se formó un remolino perfecto de hielo. Como dijo su padre, las bajas de temperaturas empeorarían. La nieve caía densa y no podía ver con claridad el camino a casa de los Olson, pero sabía caminar en línea recta y una línea recta necesitaba para llegar a su destino. Sus pies se hundieron en la nieve y sintió un frío quemante, tanto que por un momento pensó en regresar por algún pantalón térmico, pero la extrema sensación la invitó a seguir adelante. Cuando llegó a la calle divisora de ambas casas sintió un miedo inexplicable, lanzó una sonrisa nerviosa y titiritó de frío.

Margorie cruzó la calle hasta llegar a casa de los Olson. La nieve ahí no caía, era como si un campo magnético la repeliera, como si el invierno hubiera terminado gracias a un acto de magia muy al estilo de Las Vegas. En ese lugar la baja temperatura no existía. Su piel se erizó pero siguió avanzando. Sí o sí, sabría el paradero del buen Atila. Caminó dos pasos más, tomó la cruz de entre sus ropas, la apretó con la palma de su mano y si bien no la usaba como amuleto contra los demonios sí la usaría como arma para encajarla en cualquier criatura que la atacase. Infló el pecho y tocó la campanilla situada a un costado de la puerta. Su sonido resonó en el vecindario y penetró en lo más hondo de sus temores. El viento no silbaba y ningún ser vivo reaccionó a las ondas auditivas de la campana.

Margorie pudo sentir la presencia de algo maligno y en el fondo intuyó la presencia de Atila. Miró por encima del hom- bro con deseos de dar marcha atrás. Apenas pudo ver un man- chón ocre que en realidad era la ventana de su habitación y supo que, aunque quisiera, no podría regresar. Sintió miedo y pudo imaginarse a sí misma dentro de una bola mágica viviendo una tragedia en la casa de los Olson. Sintió cosquilla estomacales y, cuando casi sentía la posibilidad de dar la media vuelta, la puerta chilló. Una mano blancuzca y larga la invitó a pasar.

–Adelante, pequeña Margo, este caballero la ha estado esperando durante varios días. No sé el porqué de su tardanza, pero agradezco que se haya tomado el tiempo de venir.

Margorie escuchó esa voz elegante y sintió una especie de dominio superior a su voluntad. No deseó concretar su escape y se posó de frente al señor Olson, quien vestía una bata negra de terciopelo que arrastraba más de medio metro sobre el piso. El hombre de inmediato dejó ver ese par de ojos vacíos y su calva aún portadora de algunos cabellos largos y resecos. Dedicó una sonrisa blanca y extendió la escuálida mano a la pequeña Margorie, quien no dudó en responder el gesto.

–No ha podido conciliar el sueño, ¿cierto? Pase usted a esta morada, sería un gran privilegio tenerla como invitada de honor, a mi amada esposa le hubiese encantado conocerla más de cerca, pues solo le vio juguetear con su perro en la calle principal; lástima que ella salió a un viaje lejano hace un par de días. Adelante, adelante, está usted en su casa.

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