/ domingo 21 de julio de 2024

Noche de brujas

Una hora antes de la media noche pudo verse proyectada la sombra de la pequeña figura. La débil luz irradiada por una lámpara en la sala de estar dejó ver una capa de terciopelo negra, unos colmillos de plástico, un maquillaje mal aplicado desde el cuello hasta la frente y unas ojeras oscuras tan grotescas como el embarazoso momento vivido. Su actitud era misteriosa pero al mismo tiempo deprimente. Así cobró vida la desastrosa pero nostálgica historia del pequeño Georgie Fisher.

La tarde se dibujaba en tonos rojizos. Las hojas secas danzaban sincronizadas en las calles y remolineaban como una bailarina de ballet. El pueblo norte se encontraba más silencioso de lo habitual. Las calles parecían una zona abandonada donde alguna vez hubo vida y sonrisas. El ocaso se convertía en protagonista de la escena. Los pájaros se ocultaban en sus nidos, allí quizá se resguardarían del oscuro desfile infantil de noche de brujas celebrado cada año en aquel calamitoso lugar.

La mujer de medio siglo, su madre, trabajaba poco afanosa con la vieja máquina de coser y las telas sobrantes de sus mejo- res años como costurera. Con un rostro cansado preparaba la deprimente indumentaria con la que Georgie al día siguiente iría a pasar la noche de brujas al lado de sus nuevos “amigos”. Él sonreía y no podía creer el hecho de abandonar el papel de fenómeno y cero a la izquierda de la clase. Casi le resultaba increíble pensar en una noche en compañía de esos pequeños monstruos destructores de sonrisas e ilusiones de cualquier niño distinto a ellos. Georgie Fisher, comidilla y burla de la clase, esa noche, una antes de la desgracia, deseaba integrarse como uno más del grupo.

La oscuridad penetraba en la vieja casa ubicada al sur del pueblo norte. Georgie presenciaba la creación de su madre, sudaba de la emoción, se mostraba excitado. Observaba sentado desde una antigua silla metálica usada para estudiar lecciones de gramática. Con agudeza analizaba los detalles finales realizados por su madre. En realidad, ella lo hacía sin alegría ni motivación, más bien parecía cumplir con un protocolo de madre. A él no le importaba, en su mente rugía un solo pensamiento:

Por primera vez en trece años me disfrazaré y saldré con todos mis compañeros de la clase a llenar esa calabaza de golosinas. Mi fiel compañera del armario, mi confidente de sonrisa malvada, por primera vez tendremos amigos.

Georgie, el sonriente, el regordete de la camisa con botón colapsado, mostraba un mar de sentimientos. Vivía angustia, emoción, felicidad, incertidumbre, miedo. Todos nacían de la falsa promesa hecha por Tommy, el mal compañero de clase, quien se burlaba y dibujaba en el pupitre mil y una caricaturas de Georgie en forma de globo. Remontaré unos días atrás y les contaré un poco de ese día cuando el desgraciado de Tommy le hizo la falsa promesa.

Tommy se encontraba sentado en el rincón más lejano de la pizarra y miraba a sus amigos de forma misteriosa. Levantaba sus cejas en muestra de burla y con una voz falsa le hacía creer a Georgie que sería parte de la oscura caravana de noche de brujas encabezada por él y sus cómplices de una niñez retorcida. Faltaban cinco minutos para terminar la clase de biología del profesor Charleston, quien había experimentado esa mañana con un conejo vivo. Primero le quitó la piel, después extirpó los ojos para analizar las capas oculares y al final lo decapitó para “mostrar” a los alumnos la estructura de la columna vertebral de ese desafortunado animal. Todos los viernes lo hacía, la única variante era la especie condenada a una cruenta y despiadada muerte. Los chicos ya estaban acostumbrados, pero aun así uno o dos vomitaban en la clase. Ese viernes no fue la excepción. El profesor lavó sus manos, se quitó la bata manchada de sangre, tomó su maletín y salió cuando el timbre principal sonó.

Las voces de los chiquillos se fueron fundiendo en un silencio mutado al sonido del viento que golpeaba contra los árboles. Tommy y sus amigos se quedaron en el aula para hacer la siniestra selección de disfraces. A la caravana se anotaron un licántropo de jeans rotos y camisa a cuadros, una momia enana hecha a base de papel higiénico, un hombre invisible cubierto por una sábana y unas gafas Ray Ban, un duende maldito y un Frankenstein en versión de un metro y medio. Todos ellos se convertían en la falsa promesa, pues le hacían creer a Georgie que encarnaría a un vampiro milenario y sería parte de la caravana anual de noche de brujas.

Tommy, el chico malo de pecas desiguales, se puso de pie, tomó su mochila, la colgó en su hombro izquierdo, dio por terminada la reunión y prometió a Georgie pasar por él en punto de las nueve el día de la caravana. El miserable cruzó los dedos, anuló la promesa y se miró en el reflejo de la puerta. Dibujó una sonrisa y pudo ver su falsa rudeza reforzada con una camisa de cuadros abierta y el emblema de los Ramones. Pensó en su padre y en los golpes obsequiados cada que las cervezas no esta- ban bien frías en la mesita del televisor. Luego esa sonrisa quiso desvanecerse porque de inmediato pensó en un puño sofocando sus entrañas y en su deseo reprimido de gritar el amor oculto por su mejor amigo Walter. Esa represión se apagó y una sonrisa malvada fue dirigida hacia la inocencia de Georgie.

Los días después de esa falsa promesa pasaron y la hora de la caravana de noche de brujas había llegado. Georgie era el niño más impaciente del pueblo norte en ese momento, solo esperaba la luz verde de su madre para salir, pero Tommy, quien era el boleto de salida, nunca llegó y lo dejó esperando sentado en la silla metálica en la que una noche antes había observado cómo su madre confeccionaba el magnífico disfraz.

Dos horas pasaron y la situación siguió estática. Georgie pedía al cielo que sonara el timbre, pero el único sonido captado era el de los cantos infantiles de “dulce o truco” emitidos por sus iguales. Su madre molesta esperaba en una mecedora mientras fumaba cigarrillos Winston, pensando de forma difusa la llegada repentina de un cáncer para aligerarle todos los problemas del mundo. El tiempo se esfumaba, pero Georgie sí o sí disfrutaría de esa noche de brujas en compañía de sus “amigos”, pues quizá algo inesperado había pasado con Tommy. La inocencia no le dejaba ver que de nueva cuenta sería la burla de la clase. Su madre fue vencida por las altas dosis de Zolpidem, medicamento utilizado todas las noches en compañía de un par de tragos de vodka para poder conciliar sus tres horas efectivas de sueño. Dormir en ella no era un hábito, sino una meta del día a día y las ojeras ya parecían surcos de un lodazal.

Georgie vio el cerrar de los ojos de su madre. Era un hecho que él no se permitiría ir a la cama sin antes haber lucido su magnífico disfraz ante todos y cada uno de los ojos del pueblo norte. Se puso de pie, caminó sin hacer ruido y pudo ver cómo su sombra se proyectó muy por encima de su estatura. La oscuridad y la puerta sin llave aún pusieron la suerte de su lado. Él daría todo por ver a su amiga la calabaza llena de caramelos y satisfacciones. Georgie necesitaba vencer los sentimientos encontrados, caminar por las calles del pueblo norte y corroborar que sus “amigos” no lo habían olvidado, ni mucho menos dejado colgado en casa.


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Dio un paso al frente y se colocó en el lado opuesto a la tristeza. Salió de aquella casa con olor a depresión, fideos y aceite rancio. Antes de lanzarse a la aventura cubrió su identidad con aquella capa negra sobre el antebrazo al nivel de su rostro y dejó expuestos la mitad de sus inocentes y redondos ojos. Dibujó una sonrisa y se infiltró en la oscuridad de la media noche. Cualquier testigo de su aparición habría soltado una risilla de ternura, pero él se veía como el mismísimo Drácula en busca de unos buenos tragos de sangre humana. Sus pasos apresurados le agitaron el palpitar y su estómago sintió revoltijos. Su condición física era lamentable, porque los únicos ejercicios corporales que hacía eran los de su mandíbula cuando masticaba comida chatarra. Su caminar era lento, torpe y temeroso, sin embargo, él lo antojaba silencioso como cualquier criatura de la noche. Sus hombros chocaban contra todo tipo de entidades. Unas eran oscuras, otras coloridas, todas deambulaban en la zona buscando el mismo anhelado y dulce trofeo diabético en las puertas de los hogares. Georgie buscaba otro trofeo más allá de las golosinas. En realidad deseaba encontrar a Tommy y a los demás infelices de la clase, pero le resultaba casi imposible detectarlos entre todos los enmascarados. Todos emulaban sonidos de bestias y así era más difícil identificar alguna voz o una risa relacionada con su búsqueda.

Georgie caminó alrededor de una hora y sin darse cuenta llegó a las inmediaciones de la vieja estación. Allí las cosas se tornaron menos pintorescas y las luces se convirtieron en un destello lejano. Nunca en su vida había estado en ese sitio y su madre en más de una ocasión le advirtió no acercarse a esa zona, pues era bien sabido que desde años atrás ese lugar se había convertido en el albergue de maleantes y drogadictos. Una neblina verde comenzó a pasear en sus tobillos. La luna le brindaba un poco de luz. El ambiente era similar al de cualquier libro de horror clásico.

Los sonidos comunes de la noche desaparecieron por completo. El miedo lo invadió en su totalidad. Gotas de sudor frío le hicieron correr su maquillaje. Georgie deseaba dar la media vuelta y correr, pero lo único que pudo hacer fue quedarse pasmado con la lengua atascada en el paladar. Alguna fuerza extraña lo retenía. Aunque deseaba con toda el alma huir a casa no pudo generar un solo movimiento. No tenía sentido de dirección, un plano paralelo lo tenía pasmado. Lo único que logró hacer fue mojar su pantalón. El olor a humedad y a orina despertó su verdadero horror.

Una hora antes de la media noche pudo verse proyectada la sombra de la pequeña figura. La débil luz irradiada por una lámpara en la sala de estar dejó ver una capa de terciopelo negra, unos colmillos de plástico, un maquillaje mal aplicado desde el cuello hasta la frente y unas ojeras oscuras tan grotescas como el embarazoso momento vivido. Su actitud era misteriosa pero al mismo tiempo deprimente. Así cobró vida la desastrosa pero nostálgica historia del pequeño Georgie Fisher.

La tarde se dibujaba en tonos rojizos. Las hojas secas danzaban sincronizadas en las calles y remolineaban como una bailarina de ballet. El pueblo norte se encontraba más silencioso de lo habitual. Las calles parecían una zona abandonada donde alguna vez hubo vida y sonrisas. El ocaso se convertía en protagonista de la escena. Los pájaros se ocultaban en sus nidos, allí quizá se resguardarían del oscuro desfile infantil de noche de brujas celebrado cada año en aquel calamitoso lugar.

La mujer de medio siglo, su madre, trabajaba poco afanosa con la vieja máquina de coser y las telas sobrantes de sus mejo- res años como costurera. Con un rostro cansado preparaba la deprimente indumentaria con la que Georgie al día siguiente iría a pasar la noche de brujas al lado de sus nuevos “amigos”. Él sonreía y no podía creer el hecho de abandonar el papel de fenómeno y cero a la izquierda de la clase. Casi le resultaba increíble pensar en una noche en compañía de esos pequeños monstruos destructores de sonrisas e ilusiones de cualquier niño distinto a ellos. Georgie Fisher, comidilla y burla de la clase, esa noche, una antes de la desgracia, deseaba integrarse como uno más del grupo.

La oscuridad penetraba en la vieja casa ubicada al sur del pueblo norte. Georgie presenciaba la creación de su madre, sudaba de la emoción, se mostraba excitado. Observaba sentado desde una antigua silla metálica usada para estudiar lecciones de gramática. Con agudeza analizaba los detalles finales realizados por su madre. En realidad, ella lo hacía sin alegría ni motivación, más bien parecía cumplir con un protocolo de madre. A él no le importaba, en su mente rugía un solo pensamiento:

Por primera vez en trece años me disfrazaré y saldré con todos mis compañeros de la clase a llenar esa calabaza de golosinas. Mi fiel compañera del armario, mi confidente de sonrisa malvada, por primera vez tendremos amigos.

Georgie, el sonriente, el regordete de la camisa con botón colapsado, mostraba un mar de sentimientos. Vivía angustia, emoción, felicidad, incertidumbre, miedo. Todos nacían de la falsa promesa hecha por Tommy, el mal compañero de clase, quien se burlaba y dibujaba en el pupitre mil y una caricaturas de Georgie en forma de globo. Remontaré unos días atrás y les contaré un poco de ese día cuando el desgraciado de Tommy le hizo la falsa promesa.

Tommy se encontraba sentado en el rincón más lejano de la pizarra y miraba a sus amigos de forma misteriosa. Levantaba sus cejas en muestra de burla y con una voz falsa le hacía creer a Georgie que sería parte de la oscura caravana de noche de brujas encabezada por él y sus cómplices de una niñez retorcida. Faltaban cinco minutos para terminar la clase de biología del profesor Charleston, quien había experimentado esa mañana con un conejo vivo. Primero le quitó la piel, después extirpó los ojos para analizar las capas oculares y al final lo decapitó para “mostrar” a los alumnos la estructura de la columna vertebral de ese desafortunado animal. Todos los viernes lo hacía, la única variante era la especie condenada a una cruenta y despiadada muerte. Los chicos ya estaban acostumbrados, pero aun así uno o dos vomitaban en la clase. Ese viernes no fue la excepción. El profesor lavó sus manos, se quitó la bata manchada de sangre, tomó su maletín y salió cuando el timbre principal sonó.

Las voces de los chiquillos se fueron fundiendo en un silencio mutado al sonido del viento que golpeaba contra los árboles. Tommy y sus amigos se quedaron en el aula para hacer la siniestra selección de disfraces. A la caravana se anotaron un licántropo de jeans rotos y camisa a cuadros, una momia enana hecha a base de papel higiénico, un hombre invisible cubierto por una sábana y unas gafas Ray Ban, un duende maldito y un Frankenstein en versión de un metro y medio. Todos ellos se convertían en la falsa promesa, pues le hacían creer a Georgie que encarnaría a un vampiro milenario y sería parte de la caravana anual de noche de brujas.

Tommy, el chico malo de pecas desiguales, se puso de pie, tomó su mochila, la colgó en su hombro izquierdo, dio por terminada la reunión y prometió a Georgie pasar por él en punto de las nueve el día de la caravana. El miserable cruzó los dedos, anuló la promesa y se miró en el reflejo de la puerta. Dibujó una sonrisa y pudo ver su falsa rudeza reforzada con una camisa de cuadros abierta y el emblema de los Ramones. Pensó en su padre y en los golpes obsequiados cada que las cervezas no esta- ban bien frías en la mesita del televisor. Luego esa sonrisa quiso desvanecerse porque de inmediato pensó en un puño sofocando sus entrañas y en su deseo reprimido de gritar el amor oculto por su mejor amigo Walter. Esa represión se apagó y una sonrisa malvada fue dirigida hacia la inocencia de Georgie.

Los días después de esa falsa promesa pasaron y la hora de la caravana de noche de brujas había llegado. Georgie era el niño más impaciente del pueblo norte en ese momento, solo esperaba la luz verde de su madre para salir, pero Tommy, quien era el boleto de salida, nunca llegó y lo dejó esperando sentado en la silla metálica en la que una noche antes había observado cómo su madre confeccionaba el magnífico disfraz.

Dos horas pasaron y la situación siguió estática. Georgie pedía al cielo que sonara el timbre, pero el único sonido captado era el de los cantos infantiles de “dulce o truco” emitidos por sus iguales. Su madre molesta esperaba en una mecedora mientras fumaba cigarrillos Winston, pensando de forma difusa la llegada repentina de un cáncer para aligerarle todos los problemas del mundo. El tiempo se esfumaba, pero Georgie sí o sí disfrutaría de esa noche de brujas en compañía de sus “amigos”, pues quizá algo inesperado había pasado con Tommy. La inocencia no le dejaba ver que de nueva cuenta sería la burla de la clase. Su madre fue vencida por las altas dosis de Zolpidem, medicamento utilizado todas las noches en compañía de un par de tragos de vodka para poder conciliar sus tres horas efectivas de sueño. Dormir en ella no era un hábito, sino una meta del día a día y las ojeras ya parecían surcos de un lodazal.

Georgie vio el cerrar de los ojos de su madre. Era un hecho que él no se permitiría ir a la cama sin antes haber lucido su magnífico disfraz ante todos y cada uno de los ojos del pueblo norte. Se puso de pie, caminó sin hacer ruido y pudo ver cómo su sombra se proyectó muy por encima de su estatura. La oscuridad y la puerta sin llave aún pusieron la suerte de su lado. Él daría todo por ver a su amiga la calabaza llena de caramelos y satisfacciones. Georgie necesitaba vencer los sentimientos encontrados, caminar por las calles del pueblo norte y corroborar que sus “amigos” no lo habían olvidado, ni mucho menos dejado colgado en casa.


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Dio un paso al frente y se colocó en el lado opuesto a la tristeza. Salió de aquella casa con olor a depresión, fideos y aceite rancio. Antes de lanzarse a la aventura cubrió su identidad con aquella capa negra sobre el antebrazo al nivel de su rostro y dejó expuestos la mitad de sus inocentes y redondos ojos. Dibujó una sonrisa y se infiltró en la oscuridad de la media noche. Cualquier testigo de su aparición habría soltado una risilla de ternura, pero él se veía como el mismísimo Drácula en busca de unos buenos tragos de sangre humana. Sus pasos apresurados le agitaron el palpitar y su estómago sintió revoltijos. Su condición física era lamentable, porque los únicos ejercicios corporales que hacía eran los de su mandíbula cuando masticaba comida chatarra. Su caminar era lento, torpe y temeroso, sin embargo, él lo antojaba silencioso como cualquier criatura de la noche. Sus hombros chocaban contra todo tipo de entidades. Unas eran oscuras, otras coloridas, todas deambulaban en la zona buscando el mismo anhelado y dulce trofeo diabético en las puertas de los hogares. Georgie buscaba otro trofeo más allá de las golosinas. En realidad deseaba encontrar a Tommy y a los demás infelices de la clase, pero le resultaba casi imposible detectarlos entre todos los enmascarados. Todos emulaban sonidos de bestias y así era más difícil identificar alguna voz o una risa relacionada con su búsqueda.

Georgie caminó alrededor de una hora y sin darse cuenta llegó a las inmediaciones de la vieja estación. Allí las cosas se tornaron menos pintorescas y las luces se convirtieron en un destello lejano. Nunca en su vida había estado en ese sitio y su madre en más de una ocasión le advirtió no acercarse a esa zona, pues era bien sabido que desde años atrás ese lugar se había convertido en el albergue de maleantes y drogadictos. Una neblina verde comenzó a pasear en sus tobillos. La luna le brindaba un poco de luz. El ambiente era similar al de cualquier libro de horror clásico.

Los sonidos comunes de la noche desaparecieron por completo. El miedo lo invadió en su totalidad. Gotas de sudor frío le hicieron correr su maquillaje. Georgie deseaba dar la media vuelta y correr, pero lo único que pudo hacer fue quedarse pasmado con la lengua atascada en el paladar. Alguna fuerza extraña lo retenía. Aunque deseaba con toda el alma huir a casa no pudo generar un solo movimiento. No tenía sentido de dirección, un plano paralelo lo tenía pasmado. Lo único que logró hacer fue mojar su pantalón. El olor a humedad y a orina despertó su verdadero horror.

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