/ domingo 28 de julio de 2024

Noche de brujas (Parte II)

Sus ojos se llenaron de lágrimas y pudo ver por vez primera una amenaza mucho mayor a la existencia de Tommy y las risas ensordecedoras cuando le estiraban el elástico tricolor de sus calzoncillos. La amenaza fue más grande que cualquiera de las bromas ejecutadas en el salón de clases. Ninguno de los horrores escolares vividos se comparó con ese horrible momento. Entre la desorientación, oscuridad y parálisis pudo ver dos siluetas que poco a poco fueron tomando forma. Eran dos niñas tomadas de la mano de una estatura no mayor al metro y medio. Ambas vestían ropaje de otra época, quizá de los años veinte o principios de siglo. Lo más horrendo para la mirada de Georgie fue ver la vejez dibujada en ambos rostros. El pequeño se encontraba frente a dos figuras diminutas con aspecto viejo y arrugado. Dio un par de arcadas pero vomitó cuando una de ellas gruñó y lanzó una carcajada idéntica a la de un hombre de unos cuarenta años. La otra retorció su cuello y se colocó de rodillas. La verdadera pesadilla inició cuando Georgie vio cómo con una filosa cuchilla arrancó el último de los dedos del desafortunado Tommy, quien se desangraba a chorros mientras lo miraba con horror y le suplicaba ayuda para sacarlo de esa espantosa escena. La extraña niña, anciana o lo que fuese, rugía y depositaba los dedos en una calabaza sonriente. La otra observaba con mirada ausente y lamía sus labios saboreando la sangre de Tommy.

Georgie logró reunir toda la fuerza posible para dar la media vuelta e ir a avisar a alguien que Tommy corría peligro, sin embargo, cuando pudo mover su pie una mano tan helada como el ártico lo tomó del tobillo para no dejarlo escapar. Georgie pudo sentir cómo unas puntas filosas se encajaban en lo más hondo de su muslo. Cuando sintió esa poderosa agresión pensó en una bestia perteneciente a esas horrendas mujeres. No deseaba mirar aquello que lo había atacado, pero el horror lo obligó a mirar su pierna. Georgie se encontraba lleno de pánico, trató de tomar control de sus emociones y pudo ver que se encontraba atrapado por un montón de alambres filosos colocados años atrás para evitar que los vagos tomaran como vivienda la vieja estación de tren.

La realidad abofeteó a Georgie y después de unas cuantas arcadas más pudo darse cuenta de que toda esa escena en la que Tommy perdía la vida desangrado era una mala jugada de su cabeza. Esas ancianas asesinas solo eran disfraces encarnados por un par de chiquillas maldosas que pateaban y mutilaban a un espantapájaros posado en la vieja estación del tren para evitar la presencia de aves carroñeras. Las malcriadas percibieron sus gemidos y huyeron a toda velocidad cuando vieron que la pierna de Georgie sangraba; así evitarían tener alguna responsabilidad con la ley.

Moverse no era opción y en cualquiera de las direcciones que lo hiciera, se enterraban a profundidad aquellos alambres en su pierna. Uno de los filos más peligrosos paseaba cerca de la vena aorta amenazando con trozarla ante cualquier movimiento exagerado que él hiciera. Georgie no podía gritar, el dolor sofocaba sus fuerzas para pedir auxilio. En el fondo sentía un alivio por saber que aquel ataque mortífero de las ancianas era solo producto de la imaginación, pero hubiese sido preferible, porque en realidad no estaba tan distante de la muerte: tarde o temprano el amenazador filo terminaría por reventar esa vena para desangrarlo por completo.

Existían dos opciones: morir o sobrevivir. Tomar la segunda era imposible sin ayuda alguna. Tenía conciencia de que no podría regresar a casa a menos de ser liberado de esa muerte casi garantizada. Conforme hacía movimientos esos alambres retorcidos apretaban cada vez más su pierna rasgándola igual que un trozo de queso fresco. Las fuertes heridas lo hicieron entrar en un extraño shock acompañado de fiebre intensa, medio de defensa ante tremendo dolor.

Georgie estaba a punto de desmayarse y su respiración cada vez se volvía más ineficiente. Su desvanecimiento casi se consumaba cuando unos cautelosos pasos detrás de él fueron delata- dos por las hojas secas del mes de octubre. Georgie ahora tenía la esperanza de renacer como el Ave Fénix. Unas manos tibias para la ocasión comenzaron a liberarlo del espantoso camino a la muerte. Georgie no era capaz de saber lo sucedido, mucho menos de ver quién le estaba salvando la vida. A pesar de la inconsciencia, una parte de él se encontraba agradecida hacia esas manos liberadoras. En lo más profundo de su mente supuso que eran las de su madre dispuesta a sanarle y reparar los daños con primeros auxilios caseros.

Después de una hora de horror mental y dolor bloqueado fue liberado de esa tortura por completo. Georgie cerró sus ojos y abrazó el cuello de ese benévolo salvador. El gesto fue respondido por un par de brazos robustos. Georgie escuchaba una lejana voz que le decía “todo va a estar bien”, “no te preocupes”, “no dolerá más”. Georgie sintió seguridad y una mejora emocional. Su tranquilidad lo hizo perderse en los brazos del extraño salvador y juntos penetraron a los andenes más oscuros de la vieja estación del tren. Alguna lechuza ululó en las inmediaciones, la luna se ocultó por un momento tras unos nubarrones y los grillos no pararon de cantar.

Pasaron dos horas y el pequeño Georgie recobró la conciencia. Abrió los ojos y de primera instancia supuso estar en casa mientras mamá preparaba algún remedio con agua caliente, pero en realidad se encontraba recostado en una camilla idéntica a la del hospital Lindavista, lugar donde ingresó cuando cayó con barbillas al volante de la colina norte que nunca pudo conquistar en aquella bicicleta obsequiada por su padre como último recuerdo antes de marcharse con otra mujer. Vestía una bata blanca a medio abrir sostenida por un par de botones de presión que le hacía sentir frío en los testículos. Georgie sintió confusión, se retorció un poco y se dio cuenta de que no pudo hacerlo con tanta facilidad. Miró sus manos atadas con un par de muñequeras de cuero muy a lo juegos del miedo y sus tobillos estaban entrelazados por un trozo de cadena de grueso calibre. La herida en su muslo era cubierta por plástico para envolver alimentos. Se dio cuenta de que la intención de esa persona no era buena como en un principio parecía.

Georgie miraba de un lado a otro, deseaba estar en medio de una pesadilla o una mala broma de noche de brujas, sin embargo, era tan real como los engaños de Tommy para hacerle creer que esa noche sería parte de la caravana del terror. Estaba dentro de una zona oculta en la vieja estación del tren. Lo supo porque entre las sombras y la luz de la luna pudo apreciar de manera difusa los mismos acabados arquitectónicos de la zona exterior donde perdió la conciencia. Los arcos de cantera tenían grabado el año 1925 y una locomotora con la leyenda “el trabajo hace la fuerza”. Georgie asimilaba el entorno cuando una lámpara de luz blanca e incandescente se encendió frente a su rostro. Cerró los ojos por un instante y cuando los abrió se dio cuenta de que ese andén tenía la pinta de laboratorio secreto: estaba rodeado por altos estantes de metal adornados con frascos de cristal llenos de órganos humanos y cadáveres de embriones de distintas especies, convertidos en el inerte público de la escena.


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Al fondo del pasillo conductor a esa sala pudo escuchar un motor idéntico al de una licuadora. Georgie lo escuchó mas no supo la relación habida con su destino. Apretó la mandíbula, deseó nunca haber salido de su casa, hizo un poco de oración y no emitió ni un solo gemido. La lámpara colgante oscilaba con el ligero viento. Una sombra se dibujó sobre la bata que llevaba puesta y finalmente se acercó a él un ser de unos dos metros de altura. Vestía un sombrero de copa, portaba una gabardina negra como la suerte del pequeño y su rostro era imposible de ver por culpa de la misteriosa indumentaria. Esa entidad llevaba en sus manos un dispositivo cilíndrico similar a un aspirador industrial. Georgie no tenía idea de lo que era, pero pensó de nuevo en una licuadora. Esa identidad sin rostro comenzó a introducir unas gruesas agujas largas en el cuerpo del chico. Cada una de ellas estaba interconectada a ese extraño dispositivo. Por un momento el inocente creyó en el hombre y en esas agujas como parte de su curación, pero lamentablemente no era nada de eso. Su desgracia casi llegaba.

Mientras el desconocido aparato se ajustaba a los horrores destinados, esa figura siniestra dio la media vuelta y caminó hacia el pasillo conductor murmurando palabras nulas y cantos inexistentes. A los pocos minutos apareció en escena con una sorpresa especial para Georgie. En sus manos llevaba el elemento destructor de cualquier esperanza de vida. Primero pudo ver una bola de pelo y después unos ojos perdidos llenos de horror y vacíos de esperanza. Una boca torcida y sin dientes pudo develar la sorpresa: era la cabeza de Tommy que aún escurría algo de sangre manada del cerebro. En conjunto se mostraba un rostro desencajado con notorio pánico y sufrimiento.

El hombre, antes de presentarse, colocó la cabeza sobre el abdomen de Georgie dirigiendo la mirada perdida hacia sus ojos llenos de pánico. Retiró su sombrero y la gabardina, encendió el aparato conectado a Georgie y la fiesta comenzo. El chico era succionado mientras observaba la cabeza de Tommy. Las agujas hacían el sonido de un popote succionando malteada. En cuestión de treinta minutos o menos, toda la grasa corporal de Georgie, el sonriente, se encontraba depositada en el macabro cilindro.

Siendo un final desastroso, Georgie quedó convertido en un vil saco de huesos cubierto por piel muerta y con una última voluntad pendiente: ser parte de la caravana del terror. El hombre lanzó una carcajada y en la parte izquierda de su bata brilló la placa con su nombre. Georgie Nunca imaginó que el profesor Charleston hiciera exactamente lo mismo con sus alumnos que con la infinidad de animales a los que torturaba los viernes en el instituto.

Sus ojos se llenaron de lágrimas y pudo ver por vez primera una amenaza mucho mayor a la existencia de Tommy y las risas ensordecedoras cuando le estiraban el elástico tricolor de sus calzoncillos. La amenaza fue más grande que cualquiera de las bromas ejecutadas en el salón de clases. Ninguno de los horrores escolares vividos se comparó con ese horrible momento. Entre la desorientación, oscuridad y parálisis pudo ver dos siluetas que poco a poco fueron tomando forma. Eran dos niñas tomadas de la mano de una estatura no mayor al metro y medio. Ambas vestían ropaje de otra época, quizá de los años veinte o principios de siglo. Lo más horrendo para la mirada de Georgie fue ver la vejez dibujada en ambos rostros. El pequeño se encontraba frente a dos figuras diminutas con aspecto viejo y arrugado. Dio un par de arcadas pero vomitó cuando una de ellas gruñó y lanzó una carcajada idéntica a la de un hombre de unos cuarenta años. La otra retorció su cuello y se colocó de rodillas. La verdadera pesadilla inició cuando Georgie vio cómo con una filosa cuchilla arrancó el último de los dedos del desafortunado Tommy, quien se desangraba a chorros mientras lo miraba con horror y le suplicaba ayuda para sacarlo de esa espantosa escena. La extraña niña, anciana o lo que fuese, rugía y depositaba los dedos en una calabaza sonriente. La otra observaba con mirada ausente y lamía sus labios saboreando la sangre de Tommy.

Georgie logró reunir toda la fuerza posible para dar la media vuelta e ir a avisar a alguien que Tommy corría peligro, sin embargo, cuando pudo mover su pie una mano tan helada como el ártico lo tomó del tobillo para no dejarlo escapar. Georgie pudo sentir cómo unas puntas filosas se encajaban en lo más hondo de su muslo. Cuando sintió esa poderosa agresión pensó en una bestia perteneciente a esas horrendas mujeres. No deseaba mirar aquello que lo había atacado, pero el horror lo obligó a mirar su pierna. Georgie se encontraba lleno de pánico, trató de tomar control de sus emociones y pudo ver que se encontraba atrapado por un montón de alambres filosos colocados años atrás para evitar que los vagos tomaran como vivienda la vieja estación de tren.

La realidad abofeteó a Georgie y después de unas cuantas arcadas más pudo darse cuenta de que toda esa escena en la que Tommy perdía la vida desangrado era una mala jugada de su cabeza. Esas ancianas asesinas solo eran disfraces encarnados por un par de chiquillas maldosas que pateaban y mutilaban a un espantapájaros posado en la vieja estación del tren para evitar la presencia de aves carroñeras. Las malcriadas percibieron sus gemidos y huyeron a toda velocidad cuando vieron que la pierna de Georgie sangraba; así evitarían tener alguna responsabilidad con la ley.

Moverse no era opción y en cualquiera de las direcciones que lo hiciera, se enterraban a profundidad aquellos alambres en su pierna. Uno de los filos más peligrosos paseaba cerca de la vena aorta amenazando con trozarla ante cualquier movimiento exagerado que él hiciera. Georgie no podía gritar, el dolor sofocaba sus fuerzas para pedir auxilio. En el fondo sentía un alivio por saber que aquel ataque mortífero de las ancianas era solo producto de la imaginación, pero hubiese sido preferible, porque en realidad no estaba tan distante de la muerte: tarde o temprano el amenazador filo terminaría por reventar esa vena para desangrarlo por completo.

Existían dos opciones: morir o sobrevivir. Tomar la segunda era imposible sin ayuda alguna. Tenía conciencia de que no podría regresar a casa a menos de ser liberado de esa muerte casi garantizada. Conforme hacía movimientos esos alambres retorcidos apretaban cada vez más su pierna rasgándola igual que un trozo de queso fresco. Las fuertes heridas lo hicieron entrar en un extraño shock acompañado de fiebre intensa, medio de defensa ante tremendo dolor.

Georgie estaba a punto de desmayarse y su respiración cada vez se volvía más ineficiente. Su desvanecimiento casi se consumaba cuando unos cautelosos pasos detrás de él fueron delata- dos por las hojas secas del mes de octubre. Georgie ahora tenía la esperanza de renacer como el Ave Fénix. Unas manos tibias para la ocasión comenzaron a liberarlo del espantoso camino a la muerte. Georgie no era capaz de saber lo sucedido, mucho menos de ver quién le estaba salvando la vida. A pesar de la inconsciencia, una parte de él se encontraba agradecida hacia esas manos liberadoras. En lo más profundo de su mente supuso que eran las de su madre dispuesta a sanarle y reparar los daños con primeros auxilios caseros.

Después de una hora de horror mental y dolor bloqueado fue liberado de esa tortura por completo. Georgie cerró sus ojos y abrazó el cuello de ese benévolo salvador. El gesto fue respondido por un par de brazos robustos. Georgie escuchaba una lejana voz que le decía “todo va a estar bien”, “no te preocupes”, “no dolerá más”. Georgie sintió seguridad y una mejora emocional. Su tranquilidad lo hizo perderse en los brazos del extraño salvador y juntos penetraron a los andenes más oscuros de la vieja estación del tren. Alguna lechuza ululó en las inmediaciones, la luna se ocultó por un momento tras unos nubarrones y los grillos no pararon de cantar.

Pasaron dos horas y el pequeño Georgie recobró la conciencia. Abrió los ojos y de primera instancia supuso estar en casa mientras mamá preparaba algún remedio con agua caliente, pero en realidad se encontraba recostado en una camilla idéntica a la del hospital Lindavista, lugar donde ingresó cuando cayó con barbillas al volante de la colina norte que nunca pudo conquistar en aquella bicicleta obsequiada por su padre como último recuerdo antes de marcharse con otra mujer. Vestía una bata blanca a medio abrir sostenida por un par de botones de presión que le hacía sentir frío en los testículos. Georgie sintió confusión, se retorció un poco y se dio cuenta de que no pudo hacerlo con tanta facilidad. Miró sus manos atadas con un par de muñequeras de cuero muy a lo juegos del miedo y sus tobillos estaban entrelazados por un trozo de cadena de grueso calibre. La herida en su muslo era cubierta por plástico para envolver alimentos. Se dio cuenta de que la intención de esa persona no era buena como en un principio parecía.

Georgie miraba de un lado a otro, deseaba estar en medio de una pesadilla o una mala broma de noche de brujas, sin embargo, era tan real como los engaños de Tommy para hacerle creer que esa noche sería parte de la caravana del terror. Estaba dentro de una zona oculta en la vieja estación del tren. Lo supo porque entre las sombras y la luz de la luna pudo apreciar de manera difusa los mismos acabados arquitectónicos de la zona exterior donde perdió la conciencia. Los arcos de cantera tenían grabado el año 1925 y una locomotora con la leyenda “el trabajo hace la fuerza”. Georgie asimilaba el entorno cuando una lámpara de luz blanca e incandescente se encendió frente a su rostro. Cerró los ojos por un instante y cuando los abrió se dio cuenta de que ese andén tenía la pinta de laboratorio secreto: estaba rodeado por altos estantes de metal adornados con frascos de cristal llenos de órganos humanos y cadáveres de embriones de distintas especies, convertidos en el inerte público de la escena.


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Al fondo del pasillo conductor a esa sala pudo escuchar un motor idéntico al de una licuadora. Georgie lo escuchó mas no supo la relación habida con su destino. Apretó la mandíbula, deseó nunca haber salido de su casa, hizo un poco de oración y no emitió ni un solo gemido. La lámpara colgante oscilaba con el ligero viento. Una sombra se dibujó sobre la bata que llevaba puesta y finalmente se acercó a él un ser de unos dos metros de altura. Vestía un sombrero de copa, portaba una gabardina negra como la suerte del pequeño y su rostro era imposible de ver por culpa de la misteriosa indumentaria. Esa entidad llevaba en sus manos un dispositivo cilíndrico similar a un aspirador industrial. Georgie no tenía idea de lo que era, pero pensó de nuevo en una licuadora. Esa identidad sin rostro comenzó a introducir unas gruesas agujas largas en el cuerpo del chico. Cada una de ellas estaba interconectada a ese extraño dispositivo. Por un momento el inocente creyó en el hombre y en esas agujas como parte de su curación, pero lamentablemente no era nada de eso. Su desgracia casi llegaba.

Mientras el desconocido aparato se ajustaba a los horrores destinados, esa figura siniestra dio la media vuelta y caminó hacia el pasillo conductor murmurando palabras nulas y cantos inexistentes. A los pocos minutos apareció en escena con una sorpresa especial para Georgie. En sus manos llevaba el elemento destructor de cualquier esperanza de vida. Primero pudo ver una bola de pelo y después unos ojos perdidos llenos de horror y vacíos de esperanza. Una boca torcida y sin dientes pudo develar la sorpresa: era la cabeza de Tommy que aún escurría algo de sangre manada del cerebro. En conjunto se mostraba un rostro desencajado con notorio pánico y sufrimiento.

El hombre, antes de presentarse, colocó la cabeza sobre el abdomen de Georgie dirigiendo la mirada perdida hacia sus ojos llenos de pánico. Retiró su sombrero y la gabardina, encendió el aparato conectado a Georgie y la fiesta comenzo. El chico era succionado mientras observaba la cabeza de Tommy. Las agujas hacían el sonido de un popote succionando malteada. En cuestión de treinta minutos o menos, toda la grasa corporal de Georgie, el sonriente, se encontraba depositada en el macabro cilindro.

Siendo un final desastroso, Georgie quedó convertido en un vil saco de huesos cubierto por piel muerta y con una última voluntad pendiente: ser parte de la caravana del terror. El hombre lanzó una carcajada y en la parte izquierda de su bata brilló la placa con su nombre. Georgie Nunca imaginó que el profesor Charleston hiciera exactamente lo mismo con sus alumnos que con la infinidad de animales a los que torturaba los viernes en el instituto.

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