Nunca comió como rey

Alberto Serrato

  · domingo 10 de marzo de 2024

Imagen ilustrativa / Las caricias pueden ser un daño letal, mientras que el filo del cuchillo, puede ser una salvación / Foto: archivo / Gorki Rodríguez / El Sol de Parral

Las apariencias son el producto de la falsedad interior. Las caricias pueden ser un daño letal, mientras que el filo del cuchillo, puede ser una salvación.


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Después de treinta años de servicio a la milicia, llegó el momento de su retiro. Los días de vuelta a las orillas del pueblo norte, le parecían una eternidad; el ver a las parvadas con dirección al sur, grupos de mariposas papalotear cerca de su jardín y los ciclos del sol siempre iguales, le hacían darse cuenta de que sus años productivos habían terminado y que ahora, sólo le quedaba ser un viejo, sin voz de mando. Un viejo resignado a esperar con calma el andar de las manecillas del reloj y a observar frente al espejo el cómo se convertiría en una pasa arrugada y carente de vida.

Cumplía dos semanas de haber recibido la medalla de despedida por sus 30 años de servicio a la milicia y también de haber colgado el uniforme en el rincón menos polvoriento de la casa a la que había vuelto de lleno después de treinta años. Si, dos semanas en las que pasó de ser el Sargento Milton a simplemente ser el señor Milton Relven. No era un mal hombre, de eso puedo estar seguro, pero su modo de vida era recto y lleno de un gusto excesivo por la buena comida, y eso, fue algo que su esposa nunca logró entender en los treinta y pico de años juntos. Desde 1989, cuando se casaron, Victoria se dio cuenta de que el hombre era un poco obsesivo con los gustos por la buena comida, este patrón heredado, Milton lo había replicado en el matrimonio, porque su padre era así labrado a la antigua y de la idea de que la mujer debía matarse en la cocina, mientras el hombre se rompía la espalda en el trabajo. A Victoria no le agradaba tanto esa idea, pero de algún modo lo aceptó y desde entonces ella desarrolló una coraza de resentimientos, oculta bajo una falsa sonrisa.

El matrimonio no se basó en los golpes, pero no marchó en la mejor de las armonías, ni pintó para ser el más dichoso del Pueblo Norte y eso salió detonó a toda potencia cuando perdieron a un hijo no nacido. Queridos lectores, vayamos un poco atrás a esos malaventurados días.

Era el otoño del inicio de los años 90´s, los rayos del sol se proyectaban desde la gran montaña hasta las faldas del Pueblo Norte, el viento fresco soplaba con ligereza y las hojas caían en remolinos con destino sabría Dios a donde. Milton regresaba de los cultivos de maíz ubicados a dos kilómetros de la vieja estación del tren, pocas semanas antes de enlistarse al ejército de Ventura. El hombre, después de una larga jornada de trabajo y unos cuantos piquetes de insectos en la nuca llegó cansado y con ganas del estofado prometido una noche antes por Victoria, pero luego de cruzar la puerta, encender la luz y no percibir olor de la comida prometida, sintió impotencia, desilusión, abrió la nevera y sólo observó un par de calabazas llenas de moho. Resopló con disgusto y subió para externarlo con Victoria. Discutieron en tono progresivo, nunca hubo golpes de eso estoy seguro, ella explotó en un arranque de ira, alegó el haber tenido dolores abdominales y mareos intensos durante la tarde.

A los pocos minutos, la discusión se salió de control, ella lo estiró de la camisa y el cabello, Milton sintió el cuero cabelludo inflamado por los jalones, como pudo se zafó de Victoria, pero nunca vieron que ya estaban en el filo de las escaleras, ella se fue de narices y rodó como un costal hasta el primer piso. Victoria lanzó un grito sofocado y en cada escalón, un sonido seco golpeó los tímpanos de Milton. Ella quedó tendida a pie de las escaleras con la entrepierna bañada en sangre. Milton sintió un mareo, culpa y deseos inmensos de regresar el tiempo, pero lo único que pudo hacer fue darse cuenta de que su vida ya no sería la misma. Llamó a emergencias, una ambulancia se llevó inconsciente a Victoria. Al día siguiente se hizo un chismorreo en el vecindario, Milton se fue unos días a casa de su madre ubicada al otro lado del pueblo para evitar ser visto como el mata niños número uno de todo el mundo y después de una semana internada, Victoria volvió a casa con el vientre y el corazón vacíos, no hizo una denuncia, porque no había motivo para hacerla, juntos atravesaron la puerta, observaron la escalera y también los restos de sangre del día del accidente, sintieron la ausencia del no nacido y desde ahí, el silencio reinó para siempre. Las sombras de los olmos aledaños dejaron de ser las mismas, no en forma, pero si en percepción, se alargaban y penetraban como lenguas de demonios que se iban fundiendo hasta llegar la noche y cuando eso pasaba les daba a ambos la sensación de ver caminar a la silueta de su hijo entre la ventana y las escaleras. Ninguno de los dos volvió a sonreír. Ninguno de los dos volvió a hablar y tampoco ninguno de los dos pensó en el divorcio, quizá por la pereza de los trámites o la incomodidad de cruzar palabras, pero desde entonces, la relación se convirtió en una penitencia mutua y Milton lamentaba comer atunes enlatados y salchichas del súper mercado.

Nunca más hubo intercambio de palabras, ni siquiera lágrimas, todo el dolor se enterraba en las escaleras donde el pequeño se había esfumado. Así lo vivieron, tal y como un duelo suele ser. La casa irradiaba depresión hasta que Milton se enlistó en la milicia.

Un día cuando volvía de los maizales, vio un anuncio de reclutamiento militar en el supermercado de carretera, no lo pensó demasiado, tomó un par de monedas, llamó para pedir informes y cuando supo que solo necesitaba demostrar buena salud, decidió ir a enlistarse al ejército, quizá ahí olvidaría las tristezas y muy en el fondo, pensó que también comería un poco mejor. Pasó las pruebas en el campo de entrenamiento, hizo su maleta y por fin, sintió alivio al irse de ese infierno mental, aunque estaba seguro de que jamás escaparía de imaginar un escenario en donde conocía a su hijo y le daba un beso en la frente de buenas noches, o el de haberle enseñado a caminar o tan siquiera el de haber conocido su rostro y no sólo un montón de coágulos cuando hacían el lavado a Victoria. Su mente a menudo lo llamaba “maldito asesino”, aunque él hubiera sido incapaz de aventar a Victoria por la escalera. En fin la milicia lo aceptó, se largaba por temporadas de seis meses, en algunas ocasiones cuando estaba en casa se iba a las 6:00 de la mañana y regresaba hasta el anochecer para repetir la rutina durante los siete días, en ocasiones no regresaba, luego se iba otros seis meses y así vivió durante treinta años sin darse cuenta del pasar del tiempo. Lo demás no altera el producto del relato.

No haré el cuento más largo y vuelvo a los tristes días de retiro del señor Milton. El viejo cambió en el ejército y aunque en ese sitio siempre comió papas, arroz y trigo, aprendió a controlar su deseo obsesivo por la buena comida. Milton cayó en cuentas de ser un viejo.

Después de su último día en la milicia, llegó a casa como en muchas ocasiones, pero al atravesar la puerta, sintió un vacío, subió las escaleras, caminó hasta los cuartos y vio a Victoria sentada en una mecedora, le puso atención por primera vez en treinta años y parecía una anciana, su aspecto era más seco, místico e introvertido. Estaba enfundada en un vestido idéntico al de alguna fanática religiosa. Le dio un beso en la frente, ella no hizo nada. Milton regresó a la planta baja y nunca había puesto una verdadera atención al aspecto de la casa y mucho menos a la vela encendida, figuras religiosas, inciensos y el zapatito del no nacido en un rincón lateral a la escalera. Sintió un escalofrío, apagó la vela y se sentó en el piso. Milton y cualquier testigo sin contexto del relato, pensarían en la casa de una horrible bruja de película de horror.

El miércoles de la cuarta semana en casa, mientras Milton organizaba su ropa, encontró debajo de la cama de Victoria, un diario en el que ella aseguraba escuchar las risitas de aquel pequeño y notas de encuentros paranormales en las escaleras con su hijo, según las líneas del diario, ella podía acariciarlo, dormirlo e incluso a amamantarlo. Encontró una nota aterradora en la que aseguraba poder volver a concebir sin necesidad de coito, algo así como un milagro, pero con tintes demoníacos y oscuros. Milton sintió algo parecido al miedo y tomó cartas en el asunto. Decidió remodelar la casa, retiró la luz de vela, figuras religiosas, inciensos, frascos llenos de esencias, también el pequeño zapatito y guardó todo en el armario. Salió de casa y fue a una galería de arte para comprar cuadros y algo de decoración nueva, pues se le antojó buena la idea de darle un giro al aspecto tétrico de la casa Relven. Pasaron algunas horas y cuando regresó a casa, Victoria se encontraba sentada en el último escalón donde treinta años atrás había sucedido la desgracia, abrazaba sus piernas, sollozaba y su cabello se veía como un manto negro cubriéndole el eostro y tobillos, parecía Samara Morgan de la película “El aro”, lamentaba no ver el altar.

Milton lo observó y sintió intranquilidad, pero a la vez, se dio cuenta de que era momento para cruzar palabras después de tanto tiempo.

–Victoria, llevamos una vida sin hablar, pero volver a casa, me hace sentir el dolor de aquellos años, por favor debemos abandonar el pasado y dejar de lamentar aquel suceso.

No tiene caso atormentarnos de esa forma, sé que he sido cobarde al enfrentar el dolor, pero quiero redimir. –La mujer, sin levantar la cabeza detuvo el sollozo y con una voz sofocada contestó:

–Me parece perfecto. –Fue lo único que dijo después de casi treinta años de silencio.

Milton tuvo miedo, porque sintió haber recibido respuesta de otra persona y no de su mujer.

Victoria se puso de pie, dio la media vuelta, subió las escaleras, caminó a su habitación y Milton se quedó ahí, observando como la silueta de Victoria se desvanecía en la penumbra de la noche.

Victoria no reclamó por la ausencia del altar al no nacido, incluso pareció haberlo tomado con buena actitud. Al pasar de los días la mujer se dio una buena ducha, se maquilló frente al espejo, salió de compras y desde ahí, tomó la costumbre de preparar el desayuno, comida y cena de los dos sin objeción alguna. Victoria preparaba después de treinta años, el estofado de la discordia, si ese que fue el motivo de una vida triste, el que mató al niño del vientre, también cocinaba pollo al horno, wafles en el desayuno, salmón para la cena, a veces hamburguesas, en otros días, pasteles como postre y desde ese día la cocina jamás dejó de oler a un buen restaurante. El aspecto de bruja en Victoria se fue desapareciendo y por instantes parecía haber rejuvenecido. Milton sentía gusto por creer que había logrado un desbloqueo mental benéfico para Victoria con la redecoración de la casa y también un gozo porque su paladar por fin era consentido después de treinta años de arroz y avena en el ejército. Comer, comer, comer y comer, la cosa pintaba bien porque después de un pasado horrible, llegaba un retiro con buen sueldo y una mujer con gusto por la cocina. Milton agradecía al cielo y por fin comía como un día lo soñó.

Una noche después de haber cenado juntos unos espárragos en salsa de queso, Milton se quedó en la mesa, recogió los platos, los lavó, dejó la cocina impecable y subió las escaleras, en cada peldaño regresaba el tiempo hasta el día del accidente, pudo ver cómo rodaba Victoria, escuchó el mismo sonido seco en cada impacto y también vio cómo sangraba a chorros de la entrepierna, pudo ver la luz roja de la ambulancia y revivió aquel desastroso momento, sintió pena y trató de alejar ese pensamiento, entró al cuarto, encendió una lamparita de tocador, luego fue al baño a lavarse los dientes, observó los azulejos y las repisas del baño ya corroídas por el pasar de los años. Recordó a Victoria dándole la sorpresa de estar embarazada. El hombre anheló y tuvo un hormigueo agradable en el estómago. El pensamiento se disolvió, Milton siguió en el aseo bucal, escupió la crema dental, se miró en el espejo y comenzó a sentir una presencia. Miró a través de la cortina de baño, no percibió algo anormal, luego la luz de la lamparita titiló un par de veces y un gorgoteo sonó en el fondo de la bañera. Caminó lentamente hacia la cortina de baño y el sonido del desagüe se hizo más fuerte. La luz se fundió por completo en toda la casa y un rugido retumbó dentro de su cabeza, quiso gritar y en ese momento la luz se encendió, jaló de golpe la cortinilla y la bañera se encontraba sola y sin agua. Esa noche comenzó la caída.

Luego de tres horas, pudo dormir algunas dos más y antes de despertar, tuvo un horrible sueño en el que podía verse a sí mismo, siendo succionado por una entidad verdosa y sin forma. Podía percibir y sentir como esa cosa absorbía sus intestinos, órganos y alma.

Quedaba flotando en medio de un lago de brea, el pobre quedaba convertido en una bolsa de pellejo humano. Pudo ver también cómo se hundía en medio de la brea y luego, a un bebé emergiendo del lago oscuro. La criatura tenía dientes de reptil y un par de ojos rojos sin pestañas, luego se erguía para abalanzarse hacía él y justo cuando le mordía el rostro, Milton estaba sentado en la cama, agitado y lleno de sudor frío. Se levantó al baño, miró de nuevo la cortina de baño y sintió debilidad, como si su cuerpo en realidad hubiese sido succionado por aquella entidad de la pesadilla.

Esa mañana después de la pesadilla, despertó con mala sensación, se levantó y sintió náuseas, si vomitó un poco, se volvió a acostar en la cama con la cabeza desorientada y llena de hormigueos. Un escalofrío le recorrió por todo el cuerpo, pensó en alguna intoxicación por la crema de los espárragos y luego volvió a sentir náuseas. Tuvo fiebre, más nauseas y sin ganas, tomó un vaso con agua puesto por Victoria en el buró la noche anterior. Fue la última vez que el hombre estuvo de pie.

Pasó un mes desde aquel malestar y la salud de Milton en vez de haberse recobrado, retrocedió. Aquello que parecía una infección bacteriana, se convirtió en algo parecido a un agresivo virus. Su piel comenzó a resecarse y a llenarse de llagas, en los labios tenía laceraciones, en los parpadas había ampollas y en su rostro una palidez como la de un muerto. Victoria tomó el papel de cuidadora, curaba sus heridas, retiraba supuraciones, le llevaba el desayuno, comida y cena, aunque en realidad en los tres tiempos había agua y fécula de maíz con sabor horrible a hierbas.

–Victoria no sé qué pasa. Creo que me estoy acercando al final. Mis fuerzas están por los suelos y con este medicamento todo empeora, quizá debas llamar al seguro médico.

–No pasa nada, Milton, el médico ha estado llamando y dice que con una semana más de tratamiento, todo va a mejorar.

–Por favor, Victoria o solo tráeme el teléfono e intento comunicarme, ya no aguanto los dolores y siento el intestino quemado.

– Victoria lo miró con algo parecido a la compasión, le dio su medicamento, un sorbo de agua, limpió el pus de sus heridas con una gasa, la guardó en su bolsillo y se dio la media vuelta.

Cerró la puerta y la habitación se quedó en oscuridad y solo un rayo de luna iluminó los pies del convaleciente. Milton, se quedó mirando hacia la nada con los ojos perdidos, pensando en el final. Estaba por quedarse dormido cuando un sonido proveniente del armario lo hizo poner un poco de atención. Mientras una sirena de policía aullaba a lo lejos y. Victoria limpiaba la cocina, Milton intentó levantarse para echar un vistazo dentro del armario. No lo logró, pero sí pudo levantar su torso para mirar. El rayo de luna, era su única iluminación y el miedo le hizo orinarse en la cama. El armario se sacudió y voces extrañas balbucearon dentro de él.

Milton quiso pensar en una pesadilla, pero al sentir las llagas en su boca, se dio cuenta de la realidad. Intentó gritarle a Victoria, pero no pudo ni siquiera elevar su voz a un decibel.

Sus pulmones hiperventilaron y por un momento la adrenalina le hizo dejar de sentir fiebre por primera vez en dos semanas. El armario se abrió y de él, salió una sombra con contornos de color rojo infierno. La sombra se materializó, ahora era una mujer sin rostro del tamaño de Victoria y en sus brazos llevaba a un recién nacido con unos dientes de reptil y ojos rojos llenos de fuego.

Detrás de ellos y dentro del armario, se encontraba el altar de Victoria. A un lado del zapatito, había un vaso lleno de una sustancia putrefacta y purulenta. La entidad caminó hacia Milton deshaciéndose, comenzó a mutar en un polvo verde remolinante. La escena parecía de alguna película de exorcismos, el polvo comenzó a penetrar por todos los orificios de Milton y un llanto de recién nacido chilló en la habitación. La puerta de la habitación se abrió y pudo verse la silueta de Victoria, luego encendió la luz y dibujaba un rostro de felicidad, no podía creer lo que sus ojos observaban. La cama ahora estaba vacía y en las sábanas se dibujaba una mancha de grasa y sudor. Milton había sido succionado por aquella energía oscura. Victoria caminó hasta el armario, sintió recorrer por todo su cuerpo una sensación de vida, sacó la gasa de su bolsillo con la que había curado sus heridas unos minutos atrás, la exprimió en el vaso purulento y lo bebió hasta dejarlo sin una gota de pus. Envenenar poco a poco a Milton con deliciosas comidas y beber los fluidos de sus heridas, quizá ahora funcione para lograr el embarazo sin coito mencionado en su horrible diario.