/ domingo 7 de julio de 2024

Nunca es tarde para sonreír

Para un ave es imposible volar cuando carece de alas, como para un hombre lo es sonreír cuando hay dolor en el alma. El pequeño Aytor jamás pudo ver más allá de lo que sus ojos captaban en esa deprimente vida. Nunca fue capaz de echar un vistazo detrás de las gruesas líneas de maquillaje útiles solo para ocultar ese rostro viejo, atemorizado y lleno de culpa por pensar alguna vez en ser libre como cualquier ser humano.

Día y noche, los siete días de la semana, trescientos sesenta y cinco al año, durante cuarenta y nueve ciclos iguales, vivió en una prisión psicológica y mental que cuando se materializaba, se convertía en una vieja carpa roja con líneas blancas verticales, adornada con luces de baja intensidad en donde había un montón de fenómenos bailando y practicando ridículas peripecias para un público vacío y cruel. El verdadero tormento de su vida no era provocado por lo antes descrito, sino por otros horrores vividos durante casi medio siglo.

Aytor siempre lo hizo con una sonrisa a veces casi real. Era como un juguete de cuerda que al accionarse regalaba felicidad efímera a quienes observaban su jocoso acto. Su verdadera son- risa y paz interior dejaron de existir desde muy temprana edad cuando supo verdaderamente el por qué vivía ahí, en el misera- ble y viejo circo Maiden, activo desde principios del siglo XX en las orillas del Pueblo Norte. Vayamos casi cincuenta años atrás y conozcamos los orígenes del pequeño Aytor y sus motivos para buscar la libertad de esa manera.


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La oscuridad lamía los restos del día en el viejo camino alterno al Pueblo Norte. La niebla ya cubría la mayor parte de la visión y los hierbajos parecían brazos de muerto esperando el inocente paso de los viajeros. Un depredador lo vigilaba desde la maleza, faltaba una nada para abalanzarse a asfixiarlo y después comer su carne. Tal vez eso hubiera sido mejor para Aytor en aquel momento, pero el destino intervino y decidió cruzarle con su salvador “El señor Maiden”. Por esa razón, desde entonces, Aytor le brindó lealtad dentro de esa bizarra compañía circense dedicada a lucrar con animales en peligro de extinción y personas con malformaciones congénitas.

En esa noche de la salvación, la caravana circense del Señor Maiden, atravesaba el camino alterno hacia pueblo norte. A su paso, espantaba a las aves de sus nidos y a los animales nocturnos de la zona. El olor a musgo, humedad y madera hicieron pensar a este hombre, en un cementerio lleno de tumbas con el nombre de cada una de sus adquisiciones, luego imaginó su vida sin ellas y sintió una frustración inexplicable. El hombre miró por la ventanilla de su remolque y observó muy bien a su alrededor porque en ese tipo de caminos era donde solía encontrar rarezas para su cruel imperio de entretenimiento.

Imagen ilustrativa / Para un ave es imposible volar cuando carece de alas, como para un hombre lo es sonreír cuando hay dolor en el alma / Foto: cortesía / Alberto Serrato

Un minuto antes de que Aytor fuera devorado por aquel depredador, el hombre de bigote enroscado, traje militar rojo, botas españolas y chistera negra pudo ver tirado entre la niebla a un bulto sinónimo de riqueza. Con una señal contundente ordenó detener a toda la caravana. El mundo se paralizó a excepción de su respiración excitada.

El señor Maiden dio un salto desde su remolque. Sus pies se plantaron en el camino y una nube de polvo se levantó para fusionarse con la niebla. Infló el pecho, enroscó su bigote con los dedos índice y pulgar y respiró con delicadeza el aroma a musgo. Avanzó dos pasos y los cascabeles atados a sus botas tintinearon en medio del silencio. Inclinó su cabeza a 45 grados, observó el pequeño bulto y de inmediato sus ojos se abrieron tan grandes como dos pozos, pues en toda su vida era el mejor hallazgo obtenido. Preparó el látigo para darle la bienvenida, alzó la mano, pero antes de soltar el golpe pudo ver las grandes ganancias monetarias representadas en ese deforme cuerpecillo.

Se detuvo en el aire, bajó la guardia y solo estrelló el látigo suavemente contra su mano izquierda. El lobo americano, quien fungía como el depredador, huyó en medio de chillidos y se perdió en la penumbra de la escena.

Bigotes enroscados, Maiden o como quieran llamarlo, no golpeó al pequeño Aytor, porque fuera un pequeño indefenso, sino porque podía tirar a la basura una buena cantidad de billetes. Lo recogió del suelo con asco y desprecio, abrió la puerta trasera de su remolque y lo aventó contra una valija antigua. El pequeño quedó tendido con una herida en su frente, fiebre y un nuevo destino similar al de ser tragado por una bestia depredadora, con la única diferencia de que esta bestia humana se lo tragaría año tras año.

Estimados lectores, para ir al grano, así fue cómo el pequeño Aytor terminó en manos del miserable Maiden, luego de haber sido arrojado por su madre en aquel escabroso camino por sufrir malformaciones y enanismo severo.

Pasaron los años, Aytor aprendió a vivir en ese mundo extraño donde cada uno de los integrantes de la gran familia Maiden cumplía su función para entretener al cruento público. A diferencia de los actos del hombre bala o los del trapecista, su papel era sencillo y no consistía en otra cosa, sino en ser humillado ante los ojos de ese despreciable público. Ya era algo normal en su vida, estaba acostumbrado a las burlas y risas desalmadas, pero su misma nobleza trataba de convertir todas esas agresiones en halagos lejanos de la humillación.

Aytor sentía algo de desprecio por su miserable existencia. Muy en el fondo ese desprecio recaía sobre el señor Maiden, pues cada vez que esos bigotes venían a su mente sentía una rabia incomprensible y deseos de terminar con toda esa mierda, pero lo único que terminaba siempre era su autoestima. Esa noche –la última para él en ese lugar–, la situación fue distinta y el acto final comenzó.

Una luz vertical nació desde el punto más alto de la carpa del circo, todas las butacas estaban ocupadas y el silencio reinaba junto con ese rayo magnífico y celestial. Más de dos redobles por segundo sonaron desde algún lugar y después de dieciséis tiempos, un platillo y luego el silencio gobernó de nuevo. La aparición de Aytor no fue distinta a las anteriores y como siempre, saltó desde la escalerilla más alta de la carpa a una piscina de un metro cuadrado. La gente lanzó un rumor en forma de asombro y el pequeño después de zambullirse unos segundos, salió empapado para saludar al cúmulo de siluetas dueñas de aplausos y risas difusas.

El acto final estaba por consumarse. La mujer barbuda pasó al centro de la pista, tenía en su mano la tarta destinada a estrellarse en las narices de Aytor. El número comenzó, ambos se situaron de frente y ella lanzó un grito masculino para luego hacer una serie de maniobras antes de impactar la tarta en el rostro del diminuto personaje. Aytor cerró sus ojos, levantó ambas manos y ejecutó el mismo baile de siempre mientras la crema batida se atascaba en su nariz y boca. El sabor amargo de la tarta hizo presencia en sus sentidos y el extraño bloqueo mental apareció. Cuando esa amargura se atascaba en su tráquea, imaginaba un mundo distinto en donde no hubiese sido el hazmerreír y burla de un circo.

Al contrario, trataba de imaginar una vida acompañada de una madre que lo llevara a la cama, le preparara una leche caliente y le diera un beso en la frente, una madre cariñosa, una madre como la de cualquier otro, pero luego ese bloqueo se apagaba y remataba con una carcajada monstruosa causante de un silencio total en el recinto. Esa carcajada en realidad era un gruñido interior lleno del deseo intenso por vivir como un ser humano normal y no como una rareza de circo. Un gruñido siempre sofocado y al final transformado en la risilla propia de su personaje “El pequeño Aytor”, para luego hacer un par de monadas al lado de la mujer barbuda y boxear contra un canguro. Un gruñido de tristeza, entendido solamente por él. Luego salía del escenario para hacer lo mismo de siempre: intentar recuperar un poquito su dignidad al limpiar su diminuto cuerpo, tomar una ducha e intentar dormir. Ésa fue la última vez que probó el sabor amargo de esa tarta, también la última ocasión en la cual escuchó los aplausos de su “querido público”.

Para un ave es imposible volar cuando carece de alas, como para un hombre lo es sonreír cuando hay dolor en el alma. El pequeño Aytor jamás pudo ver más allá de lo que sus ojos captaban en esa deprimente vida. Nunca fue capaz de echar un vistazo detrás de las gruesas líneas de maquillaje útiles solo para ocultar ese rostro viejo, atemorizado y lleno de culpa por pensar alguna vez en ser libre como cualquier ser humano.

Día y noche, los siete días de la semana, trescientos sesenta y cinco al año, durante cuarenta y nueve ciclos iguales, vivió en una prisión psicológica y mental que cuando se materializaba, se convertía en una vieja carpa roja con líneas blancas verticales, adornada con luces de baja intensidad en donde había un montón de fenómenos bailando y practicando ridículas peripecias para un público vacío y cruel. El verdadero tormento de su vida no era provocado por lo antes descrito, sino por otros horrores vividos durante casi medio siglo.

Aytor siempre lo hizo con una sonrisa a veces casi real. Era como un juguete de cuerda que al accionarse regalaba felicidad efímera a quienes observaban su jocoso acto. Su verdadera son- risa y paz interior dejaron de existir desde muy temprana edad cuando supo verdaderamente el por qué vivía ahí, en el misera- ble y viejo circo Maiden, activo desde principios del siglo XX en las orillas del Pueblo Norte. Vayamos casi cincuenta años atrás y conozcamos los orígenes del pequeño Aytor y sus motivos para buscar la libertad de esa manera.


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La oscuridad lamía los restos del día en el viejo camino alterno al Pueblo Norte. La niebla ya cubría la mayor parte de la visión y los hierbajos parecían brazos de muerto esperando el inocente paso de los viajeros. Un depredador lo vigilaba desde la maleza, faltaba una nada para abalanzarse a asfixiarlo y después comer su carne. Tal vez eso hubiera sido mejor para Aytor en aquel momento, pero el destino intervino y decidió cruzarle con su salvador “El señor Maiden”. Por esa razón, desde entonces, Aytor le brindó lealtad dentro de esa bizarra compañía circense dedicada a lucrar con animales en peligro de extinción y personas con malformaciones congénitas.

En esa noche de la salvación, la caravana circense del Señor Maiden, atravesaba el camino alterno hacia pueblo norte. A su paso, espantaba a las aves de sus nidos y a los animales nocturnos de la zona. El olor a musgo, humedad y madera hicieron pensar a este hombre, en un cementerio lleno de tumbas con el nombre de cada una de sus adquisiciones, luego imaginó su vida sin ellas y sintió una frustración inexplicable. El hombre miró por la ventanilla de su remolque y observó muy bien a su alrededor porque en ese tipo de caminos era donde solía encontrar rarezas para su cruel imperio de entretenimiento.

Imagen ilustrativa / Para un ave es imposible volar cuando carece de alas, como para un hombre lo es sonreír cuando hay dolor en el alma / Foto: cortesía / Alberto Serrato

Un minuto antes de que Aytor fuera devorado por aquel depredador, el hombre de bigote enroscado, traje militar rojo, botas españolas y chistera negra pudo ver tirado entre la niebla a un bulto sinónimo de riqueza. Con una señal contundente ordenó detener a toda la caravana. El mundo se paralizó a excepción de su respiración excitada.

El señor Maiden dio un salto desde su remolque. Sus pies se plantaron en el camino y una nube de polvo se levantó para fusionarse con la niebla. Infló el pecho, enroscó su bigote con los dedos índice y pulgar y respiró con delicadeza el aroma a musgo. Avanzó dos pasos y los cascabeles atados a sus botas tintinearon en medio del silencio. Inclinó su cabeza a 45 grados, observó el pequeño bulto y de inmediato sus ojos se abrieron tan grandes como dos pozos, pues en toda su vida era el mejor hallazgo obtenido. Preparó el látigo para darle la bienvenida, alzó la mano, pero antes de soltar el golpe pudo ver las grandes ganancias monetarias representadas en ese deforme cuerpecillo.

Se detuvo en el aire, bajó la guardia y solo estrelló el látigo suavemente contra su mano izquierda. El lobo americano, quien fungía como el depredador, huyó en medio de chillidos y se perdió en la penumbra de la escena.

Bigotes enroscados, Maiden o como quieran llamarlo, no golpeó al pequeño Aytor, porque fuera un pequeño indefenso, sino porque podía tirar a la basura una buena cantidad de billetes. Lo recogió del suelo con asco y desprecio, abrió la puerta trasera de su remolque y lo aventó contra una valija antigua. El pequeño quedó tendido con una herida en su frente, fiebre y un nuevo destino similar al de ser tragado por una bestia depredadora, con la única diferencia de que esta bestia humana se lo tragaría año tras año.

Estimados lectores, para ir al grano, así fue cómo el pequeño Aytor terminó en manos del miserable Maiden, luego de haber sido arrojado por su madre en aquel escabroso camino por sufrir malformaciones y enanismo severo.

Pasaron los años, Aytor aprendió a vivir en ese mundo extraño donde cada uno de los integrantes de la gran familia Maiden cumplía su función para entretener al cruento público. A diferencia de los actos del hombre bala o los del trapecista, su papel era sencillo y no consistía en otra cosa, sino en ser humillado ante los ojos de ese despreciable público. Ya era algo normal en su vida, estaba acostumbrado a las burlas y risas desalmadas, pero su misma nobleza trataba de convertir todas esas agresiones en halagos lejanos de la humillación.

Aytor sentía algo de desprecio por su miserable existencia. Muy en el fondo ese desprecio recaía sobre el señor Maiden, pues cada vez que esos bigotes venían a su mente sentía una rabia incomprensible y deseos de terminar con toda esa mierda, pero lo único que terminaba siempre era su autoestima. Esa noche –la última para él en ese lugar–, la situación fue distinta y el acto final comenzó.

Una luz vertical nació desde el punto más alto de la carpa del circo, todas las butacas estaban ocupadas y el silencio reinaba junto con ese rayo magnífico y celestial. Más de dos redobles por segundo sonaron desde algún lugar y después de dieciséis tiempos, un platillo y luego el silencio gobernó de nuevo. La aparición de Aytor no fue distinta a las anteriores y como siempre, saltó desde la escalerilla más alta de la carpa a una piscina de un metro cuadrado. La gente lanzó un rumor en forma de asombro y el pequeño después de zambullirse unos segundos, salió empapado para saludar al cúmulo de siluetas dueñas de aplausos y risas difusas.

El acto final estaba por consumarse. La mujer barbuda pasó al centro de la pista, tenía en su mano la tarta destinada a estrellarse en las narices de Aytor. El número comenzó, ambos se situaron de frente y ella lanzó un grito masculino para luego hacer una serie de maniobras antes de impactar la tarta en el rostro del diminuto personaje. Aytor cerró sus ojos, levantó ambas manos y ejecutó el mismo baile de siempre mientras la crema batida se atascaba en su nariz y boca. El sabor amargo de la tarta hizo presencia en sus sentidos y el extraño bloqueo mental apareció. Cuando esa amargura se atascaba en su tráquea, imaginaba un mundo distinto en donde no hubiese sido el hazmerreír y burla de un circo.

Al contrario, trataba de imaginar una vida acompañada de una madre que lo llevara a la cama, le preparara una leche caliente y le diera un beso en la frente, una madre cariñosa, una madre como la de cualquier otro, pero luego ese bloqueo se apagaba y remataba con una carcajada monstruosa causante de un silencio total en el recinto. Esa carcajada en realidad era un gruñido interior lleno del deseo intenso por vivir como un ser humano normal y no como una rareza de circo. Un gruñido siempre sofocado y al final transformado en la risilla propia de su personaje “El pequeño Aytor”, para luego hacer un par de monadas al lado de la mujer barbuda y boxear contra un canguro. Un gruñido de tristeza, entendido solamente por él. Luego salía del escenario para hacer lo mismo de siempre: intentar recuperar un poquito su dignidad al limpiar su diminuto cuerpo, tomar una ducha e intentar dormir. Ésa fue la última vez que probó el sabor amargo de esa tarta, también la última ocasión en la cual escuchó los aplausos de su “querido público”.

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