/ domingo 14 de julio de 2024

Nunca es tarde para sonreír (PARTE II)

Esa noche Aytor vivió su último bloqueo. Hizo monadas, gruñó, carcajeó, salió del escenario, limpió la crema batida de su rostro y caminó hacia la parte trasera del circo, en donde se encontraba su pequeño remolque. Caminó en medio de la oscuridad y pudo ver los destellos de la luna llena oculta detrás de una nube. Escuchó las risas del maldito público, y en cada paso ese sonido terminó por confundirse con el del viento, apretó la mandíbula y sintió rabia. Esa noche el gruñido interior no se apagó con la última carcajada y siguió encendido dentro de su corazón. Miró de nuevo hacia el cielo y la luna ahora ya no tenía esa máscara nubosa; un rostro dentro de ella le sonrió y a la par le susurró: «Hazlo, muchacho, es tu noche».

Atravesó la angosta hilera de remolques, el polvo apenas se elevaba pues caminaba sigiloso. Después de haber recibido el consejo de ese extraño rostro en la luna, vio en uno de los rin- cones, a un costado del área de mantenimiento, su llave a la libertad. Miró alrededor y supo que se encontraba en completa soledad, pues la mujer de dos cabezas, el hombre elástico, el niño lobo del Pueblo Norte y el anciano con piel de lagarto estaban tras bambalinas preparando su acto antes de terminar la noche. Agradeció esa soledad, dibujó una sonrisa y levantó la mirada al cielo para agradecer el consejo de ese rostro ahora inexistente. No lo pensó más y tomó el elemento dueño de su libertad.

Vertió el líquido en silencio sobre el remolque del señor Maiden, quien por fortuna tomaba una siesta adentro. Aytor miró por la ventanilla del remolque y Maiden ya con más arrugas y menos bigote parecía un tierno bebé a punto de ser absorbido por una bruja. Las cigarras sonaban por todos lados y el sonido del líquido tal vez le hacía soñar orines en medio de sus pantalones. Aytor sentía el triunfo en sus manos y por fin consumaba la victoria. Terminó de rociar el poderoso líquido en el remolque, tomó una vara de acero y atrancó la puerta donde el viejo Maiden dormitaba. Tomó un cigarrillo de su bolso, encendió un fósforo con la uña del pulgar y por primera vez en cincuenta años dibujó en su rostro una sonrisa sincera.


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Dio una calada de humo placentera, luego otra y por último lanzó el cigarrillo al charco de combustible rociado minutos antes sobre el remolque del viejo Maiden. El reflejo de sus ojos proyectó el fuego intenso penetrando al vehículo y también la silueta de aquel hombre retorciéndose entre las llamas. El viejo Maiden gritaba desesperado implorando auxilio. Su piel crujía y hacía música fúnebre al sincronizarse con sus alaridos, pero la espantosa melodía fue sofocada por los aplausos y sonrisas del “honorable” público que aún se encontraba muy atento a la función.

Hoy Aytor, quizá se encuentra tres metros bajo tierra, pero si aún sigue con vida, seguro es un anciano débil, incapaz de narrar a ustedes, queridos lectores, su trágica historia y la impotencia por no poder explicar al mundo que ésa fue la única manera de recuperar su verdadera libertad.

Para leer la primera parte da clic aquí.

Esa noche Aytor vivió su último bloqueo. Hizo monadas, gruñó, carcajeó, salió del escenario, limpió la crema batida de su rostro y caminó hacia la parte trasera del circo, en donde se encontraba su pequeño remolque. Caminó en medio de la oscuridad y pudo ver los destellos de la luna llena oculta detrás de una nube. Escuchó las risas del maldito público, y en cada paso ese sonido terminó por confundirse con el del viento, apretó la mandíbula y sintió rabia. Esa noche el gruñido interior no se apagó con la última carcajada y siguió encendido dentro de su corazón. Miró de nuevo hacia el cielo y la luna ahora ya no tenía esa máscara nubosa; un rostro dentro de ella le sonrió y a la par le susurró: «Hazlo, muchacho, es tu noche».

Atravesó la angosta hilera de remolques, el polvo apenas se elevaba pues caminaba sigiloso. Después de haber recibido el consejo de ese extraño rostro en la luna, vio en uno de los rin- cones, a un costado del área de mantenimiento, su llave a la libertad. Miró alrededor y supo que se encontraba en completa soledad, pues la mujer de dos cabezas, el hombre elástico, el niño lobo del Pueblo Norte y el anciano con piel de lagarto estaban tras bambalinas preparando su acto antes de terminar la noche. Agradeció esa soledad, dibujó una sonrisa y levantó la mirada al cielo para agradecer el consejo de ese rostro ahora inexistente. No lo pensó más y tomó el elemento dueño de su libertad.

Vertió el líquido en silencio sobre el remolque del señor Maiden, quien por fortuna tomaba una siesta adentro. Aytor miró por la ventanilla del remolque y Maiden ya con más arrugas y menos bigote parecía un tierno bebé a punto de ser absorbido por una bruja. Las cigarras sonaban por todos lados y el sonido del líquido tal vez le hacía soñar orines en medio de sus pantalones. Aytor sentía el triunfo en sus manos y por fin consumaba la victoria. Terminó de rociar el poderoso líquido en el remolque, tomó una vara de acero y atrancó la puerta donde el viejo Maiden dormitaba. Tomó un cigarrillo de su bolso, encendió un fósforo con la uña del pulgar y por primera vez en cincuenta años dibujó en su rostro una sonrisa sincera.


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Dio una calada de humo placentera, luego otra y por último lanzó el cigarrillo al charco de combustible rociado minutos antes sobre el remolque del viejo Maiden. El reflejo de sus ojos proyectó el fuego intenso penetrando al vehículo y también la silueta de aquel hombre retorciéndose entre las llamas. El viejo Maiden gritaba desesperado implorando auxilio. Su piel crujía y hacía música fúnebre al sincronizarse con sus alaridos, pero la espantosa melodía fue sofocada por los aplausos y sonrisas del “honorable” público que aún se encontraba muy atento a la función.

Hoy Aytor, quizá se encuentra tres metros bajo tierra, pero si aún sigue con vida, seguro es un anciano débil, incapaz de narrar a ustedes, queridos lectores, su trágica historia y la impotencia por no poder explicar al mundo que ésa fue la única manera de recuperar su verdadera libertad.

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