/ domingo 7 de abril de 2024

Por la noche saben mucho mejor (Parte II)

El columpio se balanceaba lento, al ritmo del viento. Eimi entró a su casa, el olor a leña le caló hondo, no comentó nada a sus padres quienes se encontraban en la sala, al fuego de una chimenea. Caminó sigilosa, para no ser escuchada, pero su padre sin voltear exclamó:

–¿Todo bien, cariño? Es hora de la merienda. –Dijo Adolfo luego de dar el último sorbo a una taza con chocolate.

–No tengo hambre, papá, ¿puedo ir a la cama sin la cena? –Sus padres se observaron y sin decir una sola palabra, se miraron y tradujeron las palabras de Eimi en una noche de sexo bajo el calor de la chimenea, ambos aceptaron y la pequeña se sintió triunfante al sentir escabullirse con ese extraño caramelo escondido en el bolsillo de la chaqueta. Prendió la luz de la habitación y se tendió en su cama, sacó el caramelo de la bolsa. Pensó en el demacrado rostro del viejo Berni y en el por qué de ese secreto y no poder contarles a sus padres que había ido a visitarles esa tarde. La envoltura era el sello de garantía ante tal secreto, en su cabeza rondó la frase: “Por la noche, saben mucho mejor”.

La cama era blanda, pero su pensamiento rígido, se debatía entre comerlo o no, pues anteriormente, en la escuela ya habían tenido la lección de no hablar con desconocidos, pero el viejo Berni a fin de cuentas era un vecino y quizá la desconfianza era exageración de la niña. En fin, Eimi jaló un pequeño pliegue de la envoltura con sus colmillos y pudo sentir un aroma intenso a menta, pensó en pasta de dientes, luego en el dentista y duró observando el caramelo durante algunos diez segundos y si el anciano hubiese estado presente, se habría llenado de orgullo al saber que Eimi estaba a punto de comer el obsequio. La pequeña abrió la boca y el sabor de aquel dulce, excitó sus cinco sentidos. Su mirada comenzó a crear ondas extrañas y la recepción del espacio fue asimétrica y desigual. ¿Una droga?, ¿un veneno?, ¿solo su imaginación? Eimi sintió deseos de vomitar, como pudo caminó a la ventana e intentó tomar un poco de aire, su visión volvió a la normalidad y ahora pudo ver en medio de la noche y la neblina, aquel olmo siniestro y a su lado una silueta balanceándose en aquel horrible columpio, así es, era una versión fantasmagórica de ella misma, enfundada en un vestido blanco, con unos pies verdes, descalzos y llenos de tierra. La inocente sintió un escalofrío y cuando estuvo a punto de gritarle a sus padres, aquella entidad, comenzó a flotar en dirección a ella. La cosa tenía unos ojos hundidos como heridas de bala, la neblina se disipó a su paso y dejó ver una sonrisa de anciano con un solo diente y una lengua blanca. La cosa se alzó y avanzó con más rapidez y si Eimi hubiera tenido 60 años más, seguro habría muerto de un infarto, pero su corazón latió igual que tambores a destiempo, aquella entidad en forma de vapor se posó frente a ella. La única separación entre Eimi real y la impostora, era el cristal de la ventana, el fantasma se desvaneció y se introdujo por las rendijas del póstigo y luego por las fosas nasales de Eimi. Sin opción de escape, ella aspiró todo el vapor hasta que la figura desapareció en medio de un rayo de luna que se estrellaba en su habitación. El mareo se disipó y la pequeña volvió a realidad, se recostó, sin darse cuenta, se orinó en la cama y luego se marchó al mundo de las pesadillas.

En esa pesadilla, Eimi se encontraba en ese columpio. El cielo era negro, pero no gracias a la noche, sino a un gas que flotaba por encima del Pueblo Norte. El olmo ya no era aquel árbol frondoso y ahora se convertía en un cúmulo de ramas secas y lejanas de la vitalidad. Ella intentaba subirse al columpio, pero una fuerza extraña la repelía. Lo intentó una, dos, tres, quizá cuatro veces y luego de eso, del árbol, comenzó a emerger una figura extraña con tentáculos babosos y largos como los de un calamar, pero con el rostro del viejo Berni.

–Comiste el caramelo, pequeña Eimi. Eres buena, eres obediente, mereces lo mejor. Ella no sintió miedo, por contrario, aquella bestia era una especie de deidad por la cual sentía respeto.

–Si, señor Berni. A mis padres también les encantará probarlo.

–Estoy seguro de eso, les encantará. Son deliciosos, son encantadores, son mágicos. En uno de los tentáculos, aparecieron dos caramelos iguales y Eimi sin reparó, los tomó para colocarlos en su bolsillo, luego, con otro tentáculo rodeó el cuello de la pequeña y se convirtió en una soga gruesa. La pequeña a pesar de sentir asfixia, sonrió y sus ojos denotaron felicidad. La soga se apretó y cuando estaba a punto de asfixiarse, despertó con el graznido de un cuervo posado en su ventana. En su mano derecha tenía los dos caramelos de la pesadilla.

Eimi estaba agitada, con la cabeza a punto de explotar y su único pensamiento era obsequiar esos misteriosos caramelos a sus padres, quienes ya se encontraban en la planta baja preparando el desayuno. Sintió un poco de ardor en el cuello, pero no le tomó mayor importancia. Se puso de pie, caminó al espejo para echarse un vistazo, tenía una línea rojiza de oreja a oreja como si fueran marcas de una soga, lanzó una pequeña sonrisa con tintes de maldad, se colocó un suéter estilo tortuga, un pantalón verde de lana, guardó los caramelos en su bolsillo y bajó a la cocina. Sus pasos eran desincronizados y su comportamiento era igual al de un actor haciéndola de muerto recién levantado de la tumba.

Sus padres la miraron con extrañeza y le ofrecieron desayuno.

–¿Te sientes bien Eimi?

–Me duele un poco la cabeza, no tengo apetito. –Expresó con la cabeza agachada. Su padre se levantó y le tocó la frente, no había fiebre.

–Estoy bien, solo tengo náuseas, si hoy las cosas no mejoran yo te lo hago saber. Adolfo y Liz se miraron preocupados, no solo por el aspecto de su hija, sino por el tono de su voz. Era distinto como si se hubiera comido un kilogramo de arena, se calmaron un poco, tomaron como límite ese día para observarla y trataron de no exagerar el asunto.

Con penas probó los panecillos calientes y se levantó de la mesa, arrastró su existencia hacia la habitación, luego, dio la media vuelta y sacó los caramelos del bolsillo de su pantalón.

–¡Lo había olvidado! Estos caramelos son deliciosos, nos los regalaron ayer en la clase de gramática. Es un ejercicio de convivencia, debemos compartirlos con nuestros padres, la maestra dijo que por la noche saben mejor. Eimi extendió la mano, Adolfo los tomó y luego le regaló una sonrisa.

–Gracias hija, hoy por la noche los comeremos, sabrán mejor. Eimi no contestó y caminó a su habitación. Ellos, se quedaron en la mesa, terminando el desayuno. Un reloj de pared marcó las diez de la mañana. Adolfo se lavó los dientes, buscó una chaqueta y se fue a hacer sus actividades del día. Liz tuvo el día libre y estuvo al pendiente de Eimi la mayor parte del tiempo y no vio necesario llamar al Doctor para una consulta a domicilio, a fin de cuentas, era un simple resfriado y con un poco de reposo era suficiente.

En la mente de Eimi, las cosas fueron distintas, porque mientras su padre estuvo en el Pueblo Norte, afinando detalles para mejorar la estadía en la nueva casa, ella estuvo recostada, girando en la cama sin descansar en realidad, casi en un estado de despersonalización que solo ella podía percibir. Miles de pensamientos horrendos aparecieron en su cabeza, pensamientos destructivos que a cualquiera le hubiesen enfermado, pero a ella, sin explicación comenzaron a serles atractivos.

Primero, imaginó a su madre lanzándose desde un acantilado y cuando le veía el rostro de desesperación en medio del vacío, Eimi sentía gusto y deseos de ver como se estrellaba en las rocas salientes del mar. Después, en otro pensamiento, podía ver a su padre, conduciendo su maverick hasta las orejas de borracho. Veía cómo aceleraba de cero a cien en menos de diez segundos y cómo direccionaba el volante contra una casa habitación, para estrellarse y quedar fundido entre el concreto y los fierros retorcidos. A ella le resultaba divertido pensar en el suicidio de sus padres, pero lo que le fascinó a ella por completo, fue pensar en las mil y una maneras de verlos muertos.

La noche llegó y el Maverick de Adolfo rugió en las afueras de la casa Barker, bajó del auto, el motor exhaló por última vez y un vapor azuloso se dejó ver en un costado de los neumáticos. Sintió recorrer un escalofrío en el cuello cuando vio a un cuervo posado en la cornisa de la casa, no intentó ahuyentarlo, porque el animal parecía estarle mirando, así que trató de ignorarlo. Se ajustó la chaqueta, vio que la neblina comenzaba a formarse, cerró su carro y caminó al pórtico para entrar a cenar, descansar y quizá, probar las mieles de la noche anterior frente a la chimenea.

La casa, igual que la noche anterior, olía a leña. Tonos rojizos dibujaban los contornos de los muebles y las siluetas de lo que la luz del fuego alcanzaba a bañar. En medio de la sala y encima de un tapete de oso, se encontraba Liz, con una manta cubriéndole por completo el cuerpo y con una taza de café americano envuelta en ambas manos. Adolfo se acercó a ella, se colocó de rodillas y la rodeó con sus brazos.

–¿Cómo siguió Eimi? –Le susurró al oído.

–Un poco mejor, pero no quiso salir de la cama, le he checado la temperatura durante el día y no hay fiebre, mañana estará mejor.

–Así será, deben de ser los cambios de estación, porque toda la semana estuvo jugando en el viejo columpio.

–Ese columpio no me agrada Adolfo, hay algo que me genera rechazo en él.

–Vamos, solo se divierte. Además, todo niño debe tener su área de juegos en un árbol viejo, es una especie de requisito en la niñez de este pueblo. Deja que lo disfrute. Añadió mientras acariciaba el cuello de Liz. Ella sonrió por compromiso y a lo lejos, miró por la ventana, el viejo olmo pareció ser una persona con gabardina, observando, siguiendo sus movimientos y por un momento, alcanzó a percibir un rostro anciano con los ojos fundidos en fuego, luego observó el columpio y éste, se mecía suave, esperando la noche, esperando el desenlace. Liz, trató de no tomarle importancia y regresó la mirada a la chimenea.

Tengo un poco de hambre, ¿quieres venir a la cocina conmigo? –Añadió Adolfo.

–Claro, tengo la cena lista. Vamos, dijo Liz. Se puso de pie, colocó la taza encima de la chimenea, y haló a Adolfo a la cocina. El hombre se sentó en la mesa circular, mientras Liz calentaba un poco de pasta con bolas de carne en salsa de tomate. El olor era bueno y Adolfo sintió deseo de comer. Por fin, se sentaron juntos y tal como la dama y el vagabundo cenaron bajó la luz del fuego. Aquella cena parecía ser romántica hasta el momento en el que Adolfo observó los caramelos que Eimi les había obsequiado por la mañana.

–Benditos caramelos que nos dio Eimi, si los ve mañana por aquí, pensará que no quisimos comerlos. ¿quieres el tuyo?

–No los recordaba, pero claro, bien dijo su maestra que por la noche sabrían mejor. Adolfo le dio el desdichado caramelo a Liz, ella sin miramientos, lo comió como una chiquilla de cinco años y Adolfo al mismo tiempo, resquebrajó el dulce con su dentadura. No pasaron ni dos minutos cuando ambos, experimentaron la peor de las sensaciones en el mundo de la desgracia. Miles de cuchillas atravesaron el estómago de la mujer, mientras que Adolfo veía manchones en tonos naranjas y vomitaba una sustancia verdosa con olor a putrefacción. La cabeza se le inflaba como un globo y a través de flashazos mentales veía imágenes del olmo y de un anciano enfundado en una gabardina, con un sombrero de copa que se burlaba de ellos. Así es, era el viejo Berni, tomando posesión del asunto. Por más que Adolfo quiso luchar, Berni, penetró en lo más oculto de sus miedos, pero no de su esencia. Liz se retorció en el suelo de la cocina durante algunos minutos, hasta quedar inconsciente y Adolfo la observaba lleno de pánico, deseaba hacer algo para ayudarla, pero solo podía verla ahí tirada como un maniquí. La mujer parecía un cadáver y su rostro denotaba horror. Adolfo por fin después de salir de ese transe, caminó hacia ella, tocó su cuerpo un par de veces y en ambas sintió como tocara fuego. Luego, tambaleante, avanzó hasta la chimenea donde se encontraba el teléfono. Intentó llamar al nueve once, pero en el sofá individual, se encontraba el viejo Berni, bebiendo en taza ajena, jugando con el cable del teléfono y con Eimi en sus brazos.

–Excelente Adolfo, saben mejor de noche, ¿no crees?

–¡Maldito!, ¿quién eres? ¿qué nos has hecho?

–Soy el viejo Berni y el maldito aquí eres tú. Te atreviste a entrar a mi casa y desear tomar posesión de lo que es mío. Eso lo vas a pagar muy caro. El decrepito, después de arrojar esa declaración, lanzó una carcajada que quizá sonó en las inmediaciones de la carretera. Eimi, no tenía reacción alguna y parecía un muñeco ventrílocuo a punto de iniciar el show.

Adolfo dio marcha atrás, corrió a la cocina y tomó uno de los cuchillos con más filo. Él no sentía miedo, por contrario, su corazón estaba lleno de odio, porque aquel anciano había matado a su esposa y tenía en sus manos a Eimi.

Corrió como nunca para abalanzarse sobre ese demonio, los destellos de la chimenea convertían a la sala en un infierno. Adolfo deseaba arrancarle la garganta y esparcir las entrañas del viejo a lo largo de toda la casa, se posó frente al viejo Berni y voló con el cuchillo apuntado a su cuello. Adolfo voló en cámara lenta y la pequeña Eimi sacó de entre sus ropas, el atizador de la chimenea y lo encajó en el corazón de su padre. Adolfo cayó bajo el calor del fuego y un chorro de sangre escurrió en sincronía de las llamaradas.

El viejo Berni se puso de pie con la chiquilla en sus brazos, el fuego proyectó solo la sombra de Eimi flotando, porque la del anciano era invisible. Salieron por la puerta trasera hasta el viejo olmo. El anciano ahora más bien parecía una bestia con rasgos humanoides. Bajó a Eimi y la colocó sobre el columpio con uno de los extremos de la soga sujetado en su cuello. el viejo penetró en la corteza del olmo y desapareció sin dejar huella. Eimi dio un salto del columpio y en menos de dos minutos perdió la vida. Ahora en el pueblo norte se investiga el extraño suicidio de la familia Barker.

El columpio se balanceaba lento, al ritmo del viento. Eimi entró a su casa, el olor a leña le caló hondo, no comentó nada a sus padres quienes se encontraban en la sala, al fuego de una chimenea. Caminó sigilosa, para no ser escuchada, pero su padre sin voltear exclamó:

–¿Todo bien, cariño? Es hora de la merienda. –Dijo Adolfo luego de dar el último sorbo a una taza con chocolate.

–No tengo hambre, papá, ¿puedo ir a la cama sin la cena? –Sus padres se observaron y sin decir una sola palabra, se miraron y tradujeron las palabras de Eimi en una noche de sexo bajo el calor de la chimenea, ambos aceptaron y la pequeña se sintió triunfante al sentir escabullirse con ese extraño caramelo escondido en el bolsillo de la chaqueta. Prendió la luz de la habitación y se tendió en su cama, sacó el caramelo de la bolsa. Pensó en el demacrado rostro del viejo Berni y en el por qué de ese secreto y no poder contarles a sus padres que había ido a visitarles esa tarde. La envoltura era el sello de garantía ante tal secreto, en su cabeza rondó la frase: “Por la noche, saben mucho mejor”.

La cama era blanda, pero su pensamiento rígido, se debatía entre comerlo o no, pues anteriormente, en la escuela ya habían tenido la lección de no hablar con desconocidos, pero el viejo Berni a fin de cuentas era un vecino y quizá la desconfianza era exageración de la niña. En fin, Eimi jaló un pequeño pliegue de la envoltura con sus colmillos y pudo sentir un aroma intenso a menta, pensó en pasta de dientes, luego en el dentista y duró observando el caramelo durante algunos diez segundos y si el anciano hubiese estado presente, se habría llenado de orgullo al saber que Eimi estaba a punto de comer el obsequio. La pequeña abrió la boca y el sabor de aquel dulce, excitó sus cinco sentidos. Su mirada comenzó a crear ondas extrañas y la recepción del espacio fue asimétrica y desigual. ¿Una droga?, ¿un veneno?, ¿solo su imaginación? Eimi sintió deseos de vomitar, como pudo caminó a la ventana e intentó tomar un poco de aire, su visión volvió a la normalidad y ahora pudo ver en medio de la noche y la neblina, aquel olmo siniestro y a su lado una silueta balanceándose en aquel horrible columpio, así es, era una versión fantasmagórica de ella misma, enfundada en un vestido blanco, con unos pies verdes, descalzos y llenos de tierra. La inocente sintió un escalofrío y cuando estuvo a punto de gritarle a sus padres, aquella entidad, comenzó a flotar en dirección a ella. La cosa tenía unos ojos hundidos como heridas de bala, la neblina se disipó a su paso y dejó ver una sonrisa de anciano con un solo diente y una lengua blanca. La cosa se alzó y avanzó con más rapidez y si Eimi hubiera tenido 60 años más, seguro habría muerto de un infarto, pero su corazón latió igual que tambores a destiempo, aquella entidad en forma de vapor se posó frente a ella. La única separación entre Eimi real y la impostora, era el cristal de la ventana, el fantasma se desvaneció y se introdujo por las rendijas del póstigo y luego por las fosas nasales de Eimi. Sin opción de escape, ella aspiró todo el vapor hasta que la figura desapareció en medio de un rayo de luna que se estrellaba en su habitación. El mareo se disipó y la pequeña volvió a realidad, se recostó, sin darse cuenta, se orinó en la cama y luego se marchó al mundo de las pesadillas.

En esa pesadilla, Eimi se encontraba en ese columpio. El cielo era negro, pero no gracias a la noche, sino a un gas que flotaba por encima del Pueblo Norte. El olmo ya no era aquel árbol frondoso y ahora se convertía en un cúmulo de ramas secas y lejanas de la vitalidad. Ella intentaba subirse al columpio, pero una fuerza extraña la repelía. Lo intentó una, dos, tres, quizá cuatro veces y luego de eso, del árbol, comenzó a emerger una figura extraña con tentáculos babosos y largos como los de un calamar, pero con el rostro del viejo Berni.

–Comiste el caramelo, pequeña Eimi. Eres buena, eres obediente, mereces lo mejor. Ella no sintió miedo, por contrario, aquella bestia era una especie de deidad por la cual sentía respeto.

–Si, señor Berni. A mis padres también les encantará probarlo.

–Estoy seguro de eso, les encantará. Son deliciosos, son encantadores, son mágicos. En uno de los tentáculos, aparecieron dos caramelos iguales y Eimi sin reparó, los tomó para colocarlos en su bolsillo, luego, con otro tentáculo rodeó el cuello de la pequeña y se convirtió en una soga gruesa. La pequeña a pesar de sentir asfixia, sonrió y sus ojos denotaron felicidad. La soga se apretó y cuando estaba a punto de asfixiarse, despertó con el graznido de un cuervo posado en su ventana. En su mano derecha tenía los dos caramelos de la pesadilla.

Eimi estaba agitada, con la cabeza a punto de explotar y su único pensamiento era obsequiar esos misteriosos caramelos a sus padres, quienes ya se encontraban en la planta baja preparando el desayuno. Sintió un poco de ardor en el cuello, pero no le tomó mayor importancia. Se puso de pie, caminó al espejo para echarse un vistazo, tenía una línea rojiza de oreja a oreja como si fueran marcas de una soga, lanzó una pequeña sonrisa con tintes de maldad, se colocó un suéter estilo tortuga, un pantalón verde de lana, guardó los caramelos en su bolsillo y bajó a la cocina. Sus pasos eran desincronizados y su comportamiento era igual al de un actor haciéndola de muerto recién levantado de la tumba.

Sus padres la miraron con extrañeza y le ofrecieron desayuno.

–¿Te sientes bien Eimi?

–Me duele un poco la cabeza, no tengo apetito. –Expresó con la cabeza agachada. Su padre se levantó y le tocó la frente, no había fiebre.

–Estoy bien, solo tengo náuseas, si hoy las cosas no mejoran yo te lo hago saber. Adolfo y Liz se miraron preocupados, no solo por el aspecto de su hija, sino por el tono de su voz. Era distinto como si se hubiera comido un kilogramo de arena, se calmaron un poco, tomaron como límite ese día para observarla y trataron de no exagerar el asunto.

Con penas probó los panecillos calientes y se levantó de la mesa, arrastró su existencia hacia la habitación, luego, dio la media vuelta y sacó los caramelos del bolsillo de su pantalón.

–¡Lo había olvidado! Estos caramelos son deliciosos, nos los regalaron ayer en la clase de gramática. Es un ejercicio de convivencia, debemos compartirlos con nuestros padres, la maestra dijo que por la noche saben mejor. Eimi extendió la mano, Adolfo los tomó y luego le regaló una sonrisa.

–Gracias hija, hoy por la noche los comeremos, sabrán mejor. Eimi no contestó y caminó a su habitación. Ellos, se quedaron en la mesa, terminando el desayuno. Un reloj de pared marcó las diez de la mañana. Adolfo se lavó los dientes, buscó una chaqueta y se fue a hacer sus actividades del día. Liz tuvo el día libre y estuvo al pendiente de Eimi la mayor parte del tiempo y no vio necesario llamar al Doctor para una consulta a domicilio, a fin de cuentas, era un simple resfriado y con un poco de reposo era suficiente.

En la mente de Eimi, las cosas fueron distintas, porque mientras su padre estuvo en el Pueblo Norte, afinando detalles para mejorar la estadía en la nueva casa, ella estuvo recostada, girando en la cama sin descansar en realidad, casi en un estado de despersonalización que solo ella podía percibir. Miles de pensamientos horrendos aparecieron en su cabeza, pensamientos destructivos que a cualquiera le hubiesen enfermado, pero a ella, sin explicación comenzaron a serles atractivos.

Primero, imaginó a su madre lanzándose desde un acantilado y cuando le veía el rostro de desesperación en medio del vacío, Eimi sentía gusto y deseos de ver como se estrellaba en las rocas salientes del mar. Después, en otro pensamiento, podía ver a su padre, conduciendo su maverick hasta las orejas de borracho. Veía cómo aceleraba de cero a cien en menos de diez segundos y cómo direccionaba el volante contra una casa habitación, para estrellarse y quedar fundido entre el concreto y los fierros retorcidos. A ella le resultaba divertido pensar en el suicidio de sus padres, pero lo que le fascinó a ella por completo, fue pensar en las mil y una maneras de verlos muertos.

La noche llegó y el Maverick de Adolfo rugió en las afueras de la casa Barker, bajó del auto, el motor exhaló por última vez y un vapor azuloso se dejó ver en un costado de los neumáticos. Sintió recorrer un escalofrío en el cuello cuando vio a un cuervo posado en la cornisa de la casa, no intentó ahuyentarlo, porque el animal parecía estarle mirando, así que trató de ignorarlo. Se ajustó la chaqueta, vio que la neblina comenzaba a formarse, cerró su carro y caminó al pórtico para entrar a cenar, descansar y quizá, probar las mieles de la noche anterior frente a la chimenea.

La casa, igual que la noche anterior, olía a leña. Tonos rojizos dibujaban los contornos de los muebles y las siluetas de lo que la luz del fuego alcanzaba a bañar. En medio de la sala y encima de un tapete de oso, se encontraba Liz, con una manta cubriéndole por completo el cuerpo y con una taza de café americano envuelta en ambas manos. Adolfo se acercó a ella, se colocó de rodillas y la rodeó con sus brazos.

–¿Cómo siguió Eimi? –Le susurró al oído.

–Un poco mejor, pero no quiso salir de la cama, le he checado la temperatura durante el día y no hay fiebre, mañana estará mejor.

–Así será, deben de ser los cambios de estación, porque toda la semana estuvo jugando en el viejo columpio.

–Ese columpio no me agrada Adolfo, hay algo que me genera rechazo en él.

–Vamos, solo se divierte. Además, todo niño debe tener su área de juegos en un árbol viejo, es una especie de requisito en la niñez de este pueblo. Deja que lo disfrute. Añadió mientras acariciaba el cuello de Liz. Ella sonrió por compromiso y a lo lejos, miró por la ventana, el viejo olmo pareció ser una persona con gabardina, observando, siguiendo sus movimientos y por un momento, alcanzó a percibir un rostro anciano con los ojos fundidos en fuego, luego observó el columpio y éste, se mecía suave, esperando la noche, esperando el desenlace. Liz, trató de no tomarle importancia y regresó la mirada a la chimenea.

Tengo un poco de hambre, ¿quieres venir a la cocina conmigo? –Añadió Adolfo.

–Claro, tengo la cena lista. Vamos, dijo Liz. Se puso de pie, colocó la taza encima de la chimenea, y haló a Adolfo a la cocina. El hombre se sentó en la mesa circular, mientras Liz calentaba un poco de pasta con bolas de carne en salsa de tomate. El olor era bueno y Adolfo sintió deseo de comer. Por fin, se sentaron juntos y tal como la dama y el vagabundo cenaron bajó la luz del fuego. Aquella cena parecía ser romántica hasta el momento en el que Adolfo observó los caramelos que Eimi les había obsequiado por la mañana.

–Benditos caramelos que nos dio Eimi, si los ve mañana por aquí, pensará que no quisimos comerlos. ¿quieres el tuyo?

–No los recordaba, pero claro, bien dijo su maestra que por la noche sabrían mejor. Adolfo le dio el desdichado caramelo a Liz, ella sin miramientos, lo comió como una chiquilla de cinco años y Adolfo al mismo tiempo, resquebrajó el dulce con su dentadura. No pasaron ni dos minutos cuando ambos, experimentaron la peor de las sensaciones en el mundo de la desgracia. Miles de cuchillas atravesaron el estómago de la mujer, mientras que Adolfo veía manchones en tonos naranjas y vomitaba una sustancia verdosa con olor a putrefacción. La cabeza se le inflaba como un globo y a través de flashazos mentales veía imágenes del olmo y de un anciano enfundado en una gabardina, con un sombrero de copa que se burlaba de ellos. Así es, era el viejo Berni, tomando posesión del asunto. Por más que Adolfo quiso luchar, Berni, penetró en lo más oculto de sus miedos, pero no de su esencia. Liz se retorció en el suelo de la cocina durante algunos minutos, hasta quedar inconsciente y Adolfo la observaba lleno de pánico, deseaba hacer algo para ayudarla, pero solo podía verla ahí tirada como un maniquí. La mujer parecía un cadáver y su rostro denotaba horror. Adolfo por fin después de salir de ese transe, caminó hacia ella, tocó su cuerpo un par de veces y en ambas sintió como tocara fuego. Luego, tambaleante, avanzó hasta la chimenea donde se encontraba el teléfono. Intentó llamar al nueve once, pero en el sofá individual, se encontraba el viejo Berni, bebiendo en taza ajena, jugando con el cable del teléfono y con Eimi en sus brazos.

–Excelente Adolfo, saben mejor de noche, ¿no crees?

–¡Maldito!, ¿quién eres? ¿qué nos has hecho?

–Soy el viejo Berni y el maldito aquí eres tú. Te atreviste a entrar a mi casa y desear tomar posesión de lo que es mío. Eso lo vas a pagar muy caro. El decrepito, después de arrojar esa declaración, lanzó una carcajada que quizá sonó en las inmediaciones de la carretera. Eimi, no tenía reacción alguna y parecía un muñeco ventrílocuo a punto de iniciar el show.

Adolfo dio marcha atrás, corrió a la cocina y tomó uno de los cuchillos con más filo. Él no sentía miedo, por contrario, su corazón estaba lleno de odio, porque aquel anciano había matado a su esposa y tenía en sus manos a Eimi.

Corrió como nunca para abalanzarse sobre ese demonio, los destellos de la chimenea convertían a la sala en un infierno. Adolfo deseaba arrancarle la garganta y esparcir las entrañas del viejo a lo largo de toda la casa, se posó frente al viejo Berni y voló con el cuchillo apuntado a su cuello. Adolfo voló en cámara lenta y la pequeña Eimi sacó de entre sus ropas, el atizador de la chimenea y lo encajó en el corazón de su padre. Adolfo cayó bajo el calor del fuego y un chorro de sangre escurrió en sincronía de las llamaradas.

El viejo Berni se puso de pie con la chiquilla en sus brazos, el fuego proyectó solo la sombra de Eimi flotando, porque la del anciano era invisible. Salieron por la puerta trasera hasta el viejo olmo. El anciano ahora más bien parecía una bestia con rasgos humanoides. Bajó a Eimi y la colocó sobre el columpio con uno de los extremos de la soga sujetado en su cuello. el viejo penetró en la corteza del olmo y desapareció sin dejar huella. Eimi dio un salto del columpio y en menos de dos minutos perdió la vida. Ahora en el pueblo norte se investiga el extraño suicidio de la familia Barker.

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