“Contigo no necesito ocultar mi pasión por las estrellas, si a ti también te gustan las cosas que a nadie le interesan”
- Dënver – Nuestro mundo.
La astronomía es una ciencia apasionante, pero también difícil, al menos en el tiempo en el que yo inicié: casi nadie te podía asesorar, había poca literatura, no existía el Internet y ni soñar que hubiera tiendas que vendieran telescopios. Además, regularmente, es una disciplina nocturna, que exige desvelos, pasar frío y, muchas veces, estar en lugares nada cómodos. ¡Pero vale la pena! ¡Desde siempre, he pensado que vale la pena!
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El gusto por el cielo inició en la azotea de mi casa junto a mis papás que, después de ver el atardecer, nos quedábamos a observar las primeras estrellas que aparecían. Un tiempo después, mi papá me llevó un folleto (que hasta hoy conservo) editado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT de ese entonces), en donde aparecían los mapas celestes para los hemisferios norte y sur – 6 mapas de cada hemisferio –. Sobra decir que no entendí cómo aquellas ilustraciones con estrellas, podían coincidir con el cielo. Pero siempre los padres te hacen ver las cosas claras; y así fue como, de ahí en adelante, podía encontrar estrellas y constelaciones en el cielo.
Tuvieron que pasar varios años y algunos empleos, para que pudiera comprar mi primer telescopio. Había buscado en revistas algunas opciones y ahora necesitaba una tienda a quién pedirle el equipo. Finalmente encontré una e hice el pedido, el cual llegó a mi casa unas tres semanas después – interminables, por cierto – .
El telescopio
Fue una gran emoción abrir la caja que contenía un telescopio reflector – Newtoniano – marca Meade, de 4.5” (pulgadas) de diámetro en su espejo principal; completamente mecánico, con tripié de aluminio, inmaculado, perfecto… ¡Y era blanco!
Siempre tuve la idea de que los telescopios tenían que ser blancos, no sé por qué, pero era algo que lo hacía ver con un equipo de verdad, profesional; para alguien que quiere comerse el mundo de las ciencias espaciales.
Ya instalado por completo en ese mismo día, había que probarlo con cualquier objeto. En esa noche no había Luna (regularmente con eso se inicia), pero era el mes de diciembre y, por lo tanto, estaba en el cielo la constelación de Orión, el cazador y, dentro de ella, la Gran Nebulosa de Orión (M42).
Algunas veces había visto esa nube de gas y polvo a través de binoculares, pero esta, sería la primera vez que lo haría con un telescopio.
El pequeño buscador, previamente alineado, me decía que estaba con el objeto “a tiro”. Ahora había que asomarse por el ocular del telescopio principal. ¡Y ahí estaba, no me cansaba de ver esa tenue estructura, cuna de nueva estrellas! Era apenas una difusa manchita que asemejaba un algodón de azúcar. Dentro de este complejo, 4 pequeñas estrellas que nacieron hace unos 300,000 años (en términos estelares, son prácticamente unas bebés), se conocen como “el Trapecio” (se conocen así por la forma resultante de la “unión” de las mismas) y poder discernirlas con un pequeño telescopio, es genial.
Pero había un problema grande: realmente no sabía manejarlo, no entendía cómo funcionaba eso de la “declinación” y la “asención recta” para la localización de objetos; por ahora, todo lo que había localizado, era prácticamente cargando el telescopio y “acomodándolo” para que quedará dirigido al objeto; no utilizando los controles de movimiento del mismo. Así que había que aprender muchas cosas: alineación polar, coordenadas celestes, magnitudes y contrapesado. Gran parte de la ayuda vino de textos como “Observar el cielo” del gran David H. Levy o, incluso, del mismo manual del telescopio. El día que entendí cómo funcionaba realmente un telescopio alineado con la esfera celeste y lo puse a prueba, no cabía de felicidad – y orgullo, lo había hecho por mi mismo –. Ahora podía localizar objetos más tenues, de una manera un poco más sencilla. Desde la ciudad, alcanzaba a ver la Luna, cúmulos cerrados, abiertos y planetas. De hecho, más impactante que ver cúmulos de estrellas o la nebulosa de Orión, fue observar, por primera vez con mis propios ojos, los magestuosos anillos de Saturno. No imaginaba que esa imagen que había visto muchas veces en libros y revistas, estuviera ahí, delante de mi, en mi telescopio blanco. Creo que no había emoción más grande hasta el momento (hablando de objetos celestes), que ver al “señor de los anillos”.
Aquel, no fue el principio de mi pasión por la astronomía, pero fue el detonante de esta afición que, hasta hoy, llena mis ansias de conocimiento.
Después de ese, mi primer telescopio, ha habido otros, que al igual me han dado muchas satisfacciones que he compartido en innumerables ocasiones con todos quienes se han acercado a observar a través de mis equipos. Las expresiones de asombro, de alegría, de incredulidad de quienes lo han hecho, han sido la motivación para siempre compartir lo que es esta ciencia.
Ahora, doy mis primeros pasos en la astrofotografía del cielo profundo. Algo completamente diferente, pero complementario. Es emocionante ver aparecer nebulosas o galaxias, que han sido capturadas por ti mismo, en la pantalla de tu computadora. Son un sinfín de objetos que no podemos observar a simple vista y que toman forma después de capturar imágenes durante unos minutos a través de tu telescopio. Quiero compartir también esta parte de la astronomía; ya llegará el momento.
Todavía hay muchas cosas que quiero aprender y comunicar. Pero dentro de ese mundo tan emocionante para mi, aquel telescopio blanco, siempre tendrá un lugar muy especial en mi memoria.