Era abril de 1937, un mes en que la ciudad de Durango comenzaba a vestirse de flores y promesas. Sin embargo, para Don Pablo Rodríguez, conocido como "El Cacahuate" entre sus colegas choferes, la jornada transcurría con pesadez. Su auto Ford modelo 1934 permanecía parado en la plaza, sin que un solo pasajero se acercara.
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A medida que caía la noche, la desesperanza lo envolvía. Pero, como si el destino le sonriera, un hombre de apariencia campesina se acercó con una solicitud: un viaje a la granja de los López, más allá del panteón, rumbo a San Martina. Era su primera oportunidad del día y no podía dejarla pasar.
—Son cinco pesos por la dejada —dijo Don Pablo, frotándose las manos, esperanzado.
—Aquí tiene, sólo lléveme pronto. Es de noche y temo que algún malora me sorprenda en el camino —respondió el hombre, entregándole el dinero con un gesto de urgencia.
El trayecto transcurrió sin contratiempos. Don Pablo, concentrado en la carretera llena de baches, perdió la noción del tiempo y la distancia. Al regresar, una figura femenina apareció a la orilla del camino, levantando la mano en señal de parada.
Su primer instinto fue evitarla, pensando en un posible asalto. Sin embargo, al fijarse bien, se dio cuenta de que era una mujer joven, de belleza singular. La tentación de ayudarla y el deseo de una posible aventura le hicieron detener el vehículo.
—Buenas noches. ¿A dónde la llevo? —preguntó con cortesía.
—Por el nombre de Dios, hágame el favor de llevarme a Durango. Tengo un apuro que resolver y Dios lo puso en mi camino —respondió ella con una voz que transmitía confianza.
Sin dudarlo, Don Pablo la hizo subir al asiento trasero. Mientras avanzaban por las calles de la ciudad, la mujer le pidió que la llevara a varios templos, comenzando por la Catedral.
Al llegar, se bajó y se acercó a la imponente estructura. Allí, se arrodilló y permaneció en oración durante un largo rato. Cuando volvió al coche, su rostro reflejaba una calma profunda.
—Ahora, lléveme al templo de Analco —ordenó con una serenidad casi etérea.
Y así continuó su recorrido. Don Pablo la llevó a San Agustín, San Juan de Dios, Santa Ana y San Miguel. En cada templo, la misma escena se repetía: la mujer bajaba, rezaba, y regresaba con un aire de satisfacción. Finalmente, pidió que la llevara al templo del Sagrado Corazón, aún en construcción.
Cuando terminó su recorrido espiritual, la dama miró a Don Pablo con gratitud.
—Gracias a Dios, ya cumplí con mi promesa. Ahora, por favor, llévame al panteón.
Intrigado, el chofer obedeció. Durante el trayecto, su mente bulliciosa no dejaba de hacer preguntas: ¿Quién era realmente? ¿Por qué estaba en esos lugares a esas horas? Pero no obtuvo respuesta.
Al llegar al cementerio, la mujer descendió y le pidió papel y pluma. Escribió rápidamente una nota y se la entregó.
—Por favor, entrega esto mañana a la persona a quien va dirigido. Será bien recompensado por sus servicios —le dijo con voz firme.
Don Pablo, con la luz de un fósforo, leyó el documento. Estaba dirigido a un médico conocido. La incredulidad lo invadió.
—¿Y cómo me creerá el doctor que usted me manda? —preguntó, escéptico.
—No tendrás problemas. Junto con la nota, dale este anillo. Si por alguna razón no te paga, quédate con él; bien vale lo que se debe.
Don Pablo asintió, sin querer saber más. Observó cómo la mujer se adentraba en la oscuridad del panteón, y el nerviosismo lo llevó a su hogar, donde llegó alrededor de las tres de la mañana.
Al contarle a su esposa lo sucedido, ella intentó calmarlo, diciéndole que Dios le había enviado esa oportunidad. Sin embargo, Don Pablo no pudo conciliar el sueño, y al amanecer, cayó en un profundo sueño del que lo despertó el sol brillante.
Despertó tarde, y rápidamente se dirigió al consultorio del doctor. Al entregarle la nota, el médico se mostró sorprendido y, con voz temblorosa, le aseguró:
—Es de mi esposa, Josefina. No te preocupes, yo te pagaré.
Don Pablo se sintió como si estuviera en medio de un cuento. El médico le entregó veinte pesos de inmediato y le pidió que volviera por el resto. Mientras tanto, llamó a un calígrafo para verificar la escritura de la nota.
Los expertos confirmaron que la letra era, efectivamente, de su esposa, fallecida un año atrás. El anillo, símbolo de su unión, fue también reconocido como el que Josefina había llevado hasta su muerte.
La historia de Don Pablo se propagó rápidamente por Durango. La gente hablaba de la mujer en negro que había cruzado el umbral entre la vida y la muerte para cumplir una promesa, dejando un eco de misterio y asombro que resonaría por generaciones. En la memoria colectiva de la ciudad, quedó grabada la leyenda, recordando que el amor y la devoción trascienden incluso los límites de la existencia.