Los siete templos más emblemáticos de la ciudad de Durango, una mujer de gran belleza y un chofer, son los principales elementos que conforman uno de los relatos más populares que existe en nuestra entidad: la visita a los siete templos.
Existen muchas versiones acerca de esta leyenda, pero el que más constante entre los habitantes es el siguiente. En plena década de los años 50, existió en Durango un servicio de transporte conocido como “carros de ruta”, lo que hoy en día conocemos como taxis, época en la que ocurrió una historia que marcó a toda una generación y cuyo relato ha sobrevivido al paso del tiempo.
Dichos carros junto a los camiones de color rojo, eran los únicos transportes urbanos que existían en ese tiempo en la ciudad. Los autos cubrían dos rutas: la que iba de la Plaza de Armas a la Estación de Ferrocarriles y la del tempo de San Agustín al Panteón de Oriente.
De acuerdo con los relatos populares, la historia ocurrió justamente una noche de un Jueves Santo, justo en la Zona Centro de la ciudad, en la que en ese entonces fuese la avenida principal 5 de Febrero, transitaba un carro de sitio que regresaba de llevar un pasaje.
El conductor era José, a quien describen como un hombre amable y bastante servicial. En ese entonces el servicio del carro costaba 20 centavos. Pero esa noche, a José le tocaba cubrir la ruta de San Agustín al Panteón, que por ser la ruta más larga solía ser la que más pasajeros tenía, pero por ser Semana Santa, una gran cantidad de personas llegaban en tren a la ciudad y la ruta de la estación a la Plaza era mucho más solicitada.
Ese día no había tenido muchos pasajeros y sus ingresos habían sido casi nulos. Don José decidió seguir con la ruta cerca de las nueve de la noche, pero al circular por la calle del Panteón de Oriente, a unos metros de la puerta principal, alcanzó a ver la silueta de una mujer la cual le hacía la parada con un pañuelo blanco.
Al ver la premura de la señora y al tomar en cuenta que dicho lugar era una de las zonas más inseguras de la ciudad, decidió detenerse y llevarla a su destino. Una vez que el hombre se acercó se dio cuenta que iba muy bien vestida.
Lentamente la mujer abrió la portezuela del auto y se sentó en el asiento del copiloto, pero don José no logró verle el rostro. Ella amablemente, pero con una voz tenue le pidió que la llevara a la Catedral, “le pagaré a usted este servicio especial de manera más que generosa”, dijo.
Sorprendido por la petición y con la necesidad de aprovechar su turno él aceptó. Emprendieron el viaje y en todo el trayecto ambos guardaron silencio, uno casi espectral, algunos incluso dicen que en ese momento no se escuchaba nada más que la respiración del hombre.
Al llegar a la Catedral aun había personas saliendo del templo, la dama bajó del auto y le pidió al chofer que la esperara. Don José asintió con la cabeza y la no la perdió de vista para que no se alejara sin pagar.
Pero cual fue su sorpresa al darse cuenta que esta no había entrado al templo, sino que en el atrio de la iglesia se arrodillo y comenzó a rezar. Fue ahí cuando el hombre logró observarla detenidamente y se dio cuenta que llevaba un elegante y largo vestido de color negro, encima una “mañanita” que cubría desde sus hombros hasta su cintura de color verde oliva y sobre su cabeza caía una mascada de seda del mismo color.
Una vez que la dama terminó su oración lentamente regresó al carro y al subir dijo: “por favor ahora lléveme al Templo de San Agustín”. Al llegar, ya estaban cerrando las puertas de esta iglesia, pero eso no impidió que la mujer de nueva cuenta repitiera la escena de Catedral, bajó y se hincó ante el atrio para realizar su oración.
La acción se repitió en el Templo del Sagrario, que había cerrado ya, incluida la reja del atrio, por lo que la dama tuvo que arrodillarse en la acera, y ahí rezó la tercera estación.
Asimismo, ocurrió en el templo de San Juan de Dios, posteriormente en el templo de Analco y luego en el de Santa Ana y en cada uno de ellos repetía la acción, bajaba y se arrodillada frente al templo cerrado rezaba la estación y regresaba al carro. A pesar del peculiar acto don José prefirió no mediar palabra y solo seguir sus instrucciones.
Aproximadamente a la media noche llegaron a la iglesia de Los Ángeles, era el séptimo templo que visitaban. La calle se encontraba totalmente desierta, todos dormían, esto le permitió al chofer escuchar claramente los rezos de la mujer, con una voz trémula, casi como un lamento, no podía evitar un ligero escalofrió por tan misteriosa pasajera.
Una vez que esta terminó sus rezos, regresó al auto y dijo: “ahora por favor lléveme de regreso al lugar donde me encontró, ya he terminado mi manda”.
El hombre pensó en negarse, pues al ser más de media noche significaba cubrir una vuelta más completa y solo por un pasajero, pensó también en la angustiosa espera de la esposa por la hora nada habitual a la que llegaría, y ni hablar de lo peligroso que podía ser andar por ese rumbo y a esas horas, sin embargo no podía dejar sola a su cliente, además significaba que su pago sería mayor y esto compensaría el día escueto de trabajo, por eso no objetó, solo condujo.
Ambos iban en total silencio, mirando fijo al frente don José se mantuvo concentrado en el camino sin hacer caso a su silenciosa acompañante.
Finalmente, al llegar a la puerta principal del Panteón de Oriente, la mujer sacó de entre sus ropas una pequeña pluma y en un trozo de papel escribió unas líneas, apoyada sobre la tabla donde José portaba el permiso de circulación como carro ruta, cuando terminó de escribir, se quitó un anillo de oro cuajado de brillantes, enrolló la nota y la deslizó dentro del anillo para que este quedara a manera de cintillo.
La dama volvió la cabeza y miró fijamente al hombre, fue ahí cuando José vio su rostro claramente, era blanco, muy pálido y su expresión impávida. Entonces ella le dijo: “aquí tiene este anillo que le dejo en prenda, llévelo usted a la dirección anotada y entrégueselo al señor de la casa junto con la nota.
El anillo por sí mismo vale una pequeña fortuna, pero es imperativo que lo regrese, yo sé que es usted un hombre honrado y yo estaré eternamente agradecida por el gran favor que acaba de hacerme, muchas gracias y que Dios lo bendiga”.
Preocupado don José refutó y le respondió: “pero que pasará si el hombre no me quiere pagar”, a lo que ella calmadamente dijo: “lo hará, y en caso de que no sea así, puede usted quedarse con el anillo, vale mucho”.
La dama bajó del coche, mientras que el hombre miraba atónito el anillo y al volver la mirada quedó estupefacto al ver que la dama había traspasado la puerta del camposanto y caminaba por el pasillo principal mientras se perdía en la oscuridad.
Inmediatamente don José arrancó su auto y salió rápidamente del lugar, el terror lo invadía. Tenía muchas preguntas y nervios por aquel amargo momento. Intentó controlarse y comenzó a buscar alguna explicación.
A la mujer aún le faltaba rezar la última estación en el panteón y tal vez vivía cerca por lo cual ya no era necesario su servicio, tal vez el velador abrió la puerta solo un poco y la cerró de inmediato cuando entró la dama en los instantes que él se descuidó, pensando así se tranquilizó un poco hasta llegar a su casa.
Una vez en su hogar leyó la nota que la dama le había dado, la cual estaba dirigida a un médico muy famoso en esa época cuyo nombre se desconoce, ya que con el paso del tiempo este ha sido modificado, pero tenía su domicilio en la parte norte de la calle Francisco I. Madero y la nota decía:
“Por favor entrega al portador del anillo 200 pesos como pago simbólico pues con nada saldaré la deuda por el gran favor que me ha hecho, sabe mi amor que ahora puedo descansar tranquila habiendo pagado la última manda, cuida mucho a nuestros hijos y trata de ser feliz pues yo los estaré mirando y los espero con los brazos abiertos, quiera Dios que falten muchos años para vernos de nuevo pues aún te queda mucho por hacer, perdóname por no estar a tu lado.”
Cuando terminó de leer, don José no daba crédito ni encontraba explicación, pero a pesar de todo logró conciliar el sueño y durmió profundamente fatigado por la carga emocional.
A la mañana siguiente, muy temprano se dirigió al domicilio indicado y al llegar el propio doctor le abrió la puerta, don José le relató la historia mientras le entregaba la nota, el médico al leerla tapo su boca con la mano sin dar crédito a lo que estaba sucediendo.
Luego el doctor comenzó a explicar la situación, “no hay duda, el papel pertenece al cuadernillo personal de mi mujer (mientras le mostraba el cuaderno al chofer) y la letra la reconozco, es de ella”.
Hubo una breve pausa y después continuo, “este anillo fue con el que nos comprometimos y la enterramos con él cuándo falleció, ya hace cinco años de eso.”
Don José se quedó helado, ante tal escena el médico le entrego 500 pesos y le dijo “por favor reciba este dinero una parte es lo que mi difunta esposa quiso que se le pagara, el resto se lo doy de mi parte por hacernos este gran favor y ser usted un verdadero caballero al cumplir con su palabra y realizar así la última voluntad de mi mujer”.
Fue así que el chofer nunca olvidó ese día y no solo se encargó de hacérselo saber a su familia, sino que la noticia llegó a todos los duranguenses de esa época, logrando sobrevivir hasta este día.