En la década de los 70, don Jesús de la Torre Rodríguez, conocido por su honradez, solía contar cómo había comenzado a trabajar en el Panteón de Oriente desde su juventud. Comenzó como peón de raya y, más tarde, ascendió a peón de nómina. A pesar de su experiencia, aseguraba no tenerle miedo a los muertos, pues creía que su presencia era inofensiva. "Están hechos de ilusión", repetía con convicción.
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Contó que una tarde, mientras realizaban la exhumación de un cuerpo para dar paso a uno nuevo, trabajaron arduamente levantando pesados monumentos. “Teníamos que dejar todo listo para las 10:00 de la mañana siguiente. Esa noche, la inquietud me invadió, y los sueños de enormes rocas cayendo sobre mí y mis compañeros me mantuvieron despierto”.
Despertó a las 5:00 de la mañana, y según narra, viviendo cerca en la calle Libertad, decidí caminar hacia el panteón. Al llegar a la esquina, vi a una mujer hermosa vestida de negro. No pude discernir su rostro, ya que ella miraba hacia el este y yo me acercaba desde el oeste. A medida que me acercaba, noté que se movía como si flotara, sin hacer ruido.
Entró en el cementerio por el camino principal que conducía a la capilla, y se dirigió a la tumba en la que había estado trabajando. En un principio pensé que se trataba de una broma o de un intento de vandalismo, así que intenté tocarla, pero al hacerlo, mis dedos se encontraron con una bruma que se desvaneció en el aire.
Con el corazón en la garganta, decidí tranquilizarme y concentrarme en mi trabajo. No quería defraudar ni al municipio ni a mi familia. Cuando llegaron mis compañeros, no mencioné lo sucedido, aunque notaron mi nerviosismo. Al inhumar el nuevo cuerpo, reconocí a la mujer: era la misma que había visto minutos antes.
Les pedí que fueran a buscar agua y herramientas, con la intención de quedarme a solas con el cadáver. Elevé una oración por el descanso eterno de esa alma, y cuando mis compañeros regresaron, terminamos de preparar la tumba, respetando la memoria de la difunta.
A plena luz del día, se acercó otra mujer, con vestimenta similar pero visiblemente más joven. Me sobresalté, pero al mirarla bien, comprendí que era la hija de la difunta. Agradeció a cada uno de nosotros con un pago por haber respetado a su madre. En ese momento, entendí que la difunta solo deseaba ver a su hija una vez más antes de volver a su descanso eterno.