Manuel Lozoya Cigarroa escribió que en los remotos años de 1600 había una bruja de belleza inigualable y porte elegante, pero su mirada era tan oscura como el abismo. Esta mujer, a pesar de su esplendor, estaba llena de rencor porque nadie creía en los poderes que aseguraba poseer. Harta de ser ignorada, decidió demostrar su fuerza al convencer a hombres mayores de que ella podía hacerlos invulnerables y ayudarles a derrotar a sus enemigos.
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Con el tiempo la hechicera empezó a ordenar las más crueles travesuras en la región. Aquellos que se negaban a seguir sus mandatos, especialmente las mujeres celosas de su belleza y los hombres que no sucumbían a sus encantos, eran los más perjudicados. Durante un tiempo, disfrutó de su poder, manipulando a los habitantes de la colonia Ciénega a su antojo.
Sin embargo, un día, un antiguo aliado, movido por el arrepentimiento, alertó a las autoridades sobre la malvada mujer. La atraparon y la condenaron a muerte, pero no sabían cómo acabar con ella. La hechicera proclamaba a gritos que era más poderosa que cualquier castigo que pudieran imponerle, afirmando tener el respaldo del mismo demonio.
Intentaron envenenarla, pero el veneno no la afectó. Luego, le dieron vidrio molido, y de nuevo, su risa resonó en el aire. "¡Nada puede hacerme daño!", exclamaba, burlándose de los presentes. Finalmente, la autoridad, junto con un sacerdote, decidieron ahorcarla y luego quemarla. Ante su inminente fin, la hechicera lanzó maldiciones a todos los presentes, y cuando el agua bendita fue esparcida sobre sus cenizas, su risa se apagó.
Desde ese día, se cuenta que su espíritu no encontró descanso. Muchos aseguraron haberla visto volar por las noches, mientras su risa y maldiciones llenaban el aire. Con el tiempo, la historia de la bruja se desvaneció en la memoria colectiva, como si los duranguenses se hubieran acostumbrado a su presencia sobrenatural.
La leyenda escrita por Lozoya Cigarroa señala que aún hoy, se susurra sobre encuentros con esta figura grotesca, que se posaba en los balcones de antiguas casonas o en la catedral. Los testigos afirman que su risa se escucha entre los árboles del Paseo Las Alamedas y la Plaza Baca Ortiz, especialmente durante las horas más oscuras de la noche. Muchos, al escucharla, simplemente cruzan de calle, rezando en voz baja, recordando que, a pesar del paso del tiempo, la hechicera de Durango sigue viva en las sombras de la ciudad.