¿Quién no ha escuchado la leyenda de La Llorona?, se trata de una historia que se dice ocurrió en Durango, y que se cuenta con popularidad. Ésta la incluye Manuel Lozoya Cigarroa en uno de sus libros de leyendas duranguenses, y la cual traemos enseguida.
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Según se narra, tiene lugar en los primeros años del siglo XVII, momento en que existió en la ciudad de Durango una hermosa mujer de nombre Susana de Leyva y Borja, de gran belleza con la que deslumbraba a todos los jóvenes que la cortejaban insistentemente y deseaban correspondencia a su amor.
Una mujer de alrededor de 20 años que era segura de sí, de su belleza, y que con desdén poco usado descorazonaba a sus admiradores.
En aquellos años llegó a Durango, proveniente de la capital de la Nueva España, un hombre llamado Gilberto Hernández y Rubio de Martínez y Nevárez, un joven apuesto y elegante, de abolengo y noble linaje, caballero de la Orden de Santiago y Oidor del Santo Oficio.
Dice la leyenda que escribe Lozoya Cigarroa que, cabalgando un corcel negro de pura sangre, aquel hombre se encontró con doña Susana precisamente en la Plaza Mayor frente a la Catedral, lo que ahora es la Plaza de Armas, pleno Centro Histórico.
Al ver la singular belleza de doña Susana, bajó de su caballo y extendió su capa sobre el piso para que pisara sobre ella. La manera y personalidad de don Gilberto, impresionaron a la dama, quien sin dudarlo correspondió.
Al tiempo, el noviazgo entre Gilberto y Susana se formalizó, pero no todo era miel sobre hojuelas, pues aparece en la historia don Pedro de Leyva y Quirino, padre de la bella mujer, quien le prohibió toda pretensión de matrimonio con un hombre español de sangre pura.
Aunque Susana exigió saber el porqué de tal prohibición, don Pedro solo dijo: “No tengo por qué darte explicaciones ni se las daré a nadie, simplemente es una orden que debes cumplir”.
Para ese momento la bella Susana ya estaba en una intensa etapa de enamoramiento, era tanto su amor por Gilberto que optó por huir en brazos de su amado una noche oscura y lluviosa.
Para ello, dice la historia que el hombre enamorado improvisó una casa de campo, situada en la zona que hoy en día es el crucero de las calles Negrete y Regato, donde estableció su nido de amor con la encantadora dama.
Así pasaban los días, ellos enamorados, viviendo juntos, pero como dicen algunos, en pecado. El tiempo pasó, y como era de esperarse, la pareja en amasiato procreó tres hijos que eran el encanto de la madre. Mientras eso pasaba, Susana en reiteradas ocasiones pedía a Gilberto que se casaran como era debido, que legalizar la unión marital para poder dar nombre sin problema alguno a sus tres hijos.
Pero, para ese entonces, Gilberto, como única respuesta, solamente le daba un beso a su hermosa pareja y le ponía en sus manos algunas monedas de oro.
Un domingo, cuando la mujer asistía a misa al templo mayor de la ciudad de Durango, después del evangelio escuchó correr las amonestaciones, en las que el cura con voz serena anunció:
“La noble señorita doña Marcela Jiménez de Alanís y Ballesteros se propone contraer matrimonio con don Gilberto Hernández y Rubio de Martínez Nevárez, Caballero de la Orden de Santiago y Oidor del Santo Oficio…”.
Tremenda sorpresa para Susana que no creía lo que había escuchado; al mismo tiempo que todas las miradas de la concurrencia se concentraron en ella y los cuchicheos en coro la señalaban a manera de burla. Era claro que su pareja, con quien tenía tres hijos, estaba por casarse con alguien más.
Al salir del templo, tomó un coche y ordenó el cochero conducirla a casa de Gilberto, situada don ahora es la calle de Hidalgo entre Pino y 5 de Febrero. Al llegar hasta ahí, no le reclamó la traición, solamente le pidió que no la abandonara a ella por sus hijos, que siguiera sosteniendo a quienes eran de su sangre.
Para ese momento, el hombre, el padre de sus tres hijos, le dijo: “No vuelvas a cruzarte en mi camino, eres indigna de mi linaje… tú eres una mestiza… hija de una india indeseable. Tu padre hizo mal en darte el nombre que no mereces”.
A la par, groseramente le dio un golpe con la bota cuando la mujer postrada de rodillas lo abrazaba de las piernas implorándole su protección; la mujer rodó por el suelo, humillada y herida en lo más profundo de la dignidad humana.
Pasaron varios días, semanas. Y dos domingos después, cuando la nueva pareja a casarse vestía con toda elegancia y solemnidad, precisamente en el momento que el sacerdote pedía a los contrayentes que manifestaran su voluntad para la unión, una dama elegante se acercó discretamente y simulando que pretendía colocar el lazo, sepultó en repetidas ocasiones un afilado puñal sobre el pecho y espalda del novio, quien cayó pesadamente sobre el suelo, bañado en sangre.
La mujer se escurrió entre la confundida multitud, salió del templo y enloquecida corrió por la calle hasta llegar a su casa. Tanto por el rencor del despecho, como porque sabía lo que esperaba ante el tribunal del Santo Oficio, Susana llegó a su casa, tomó a sus tres hijos y, antes de ser aprehendida, corrió rumbo al poniente tratando de ocultarse de la justicia.
No logró avanzar mucho, pues cuando llegó al arroyo, entonces caudaloso, lo que ahora es conocido como la Acequia Grande, casi le dan alcance y en intento de protesta contra las absurdas costumbres de la sociedad de la época, la mujer enloquecida degolló a sus hijos, los arrojó al arroyo y sepultándose la daga en el corazón puso fin a la quíntuple tragedia.
La leyenda dice que la ciudad entera enmudeció por lo ocurrido y, al anochecer de esa tarde de mayo, en plenilunio, escucho asombrada el aterrador:
“¡Aaaayyy¡ ¡Aaaayyy¡ ¡Aaaayyy¡” que recorrió toda la calle que ahora es Negrete, y desde ese tiempo por más de dos siglos se llamó calle de La Llorona.