CANATLÁN, Dgo.(OEM).- (Colaboración con Alejandra Chávez Esparza, profesionista que tiene el don de ver cosas más allá que el promedio de la gente)
Abrí los ojos, mirándome las manos con desesperación, tratando de comprobar si se trataba de uno de esos "sueños" extraños, en donde cuestiono mi propia existencia y la de todo lo demás.
Los pasillos de aquella casa antigua, aunque restaurada, me resultaron familiares. Era la casa de mis tíos, en donde jugábamos de niños, con mi prima.
Me adentré en el pasillo principal, hacia la habitación que me era más familiar, para luego voltear hacia la derecha y encontrarla ahí, pequeña, descalza y con una bata de dormir color melón que, evidentemente, fue confeccionada hace más de un siglo.
De unos cinco años de edad, con el cabello castaño oscuro, lacio y largo, con un copete gracioso que le daba aspecto de caricatura. Me sonreía contenta, al tiempo que los ojos le brillaban al saber que ya tendría compañía para jugar.
Su piel blanca le confería un aspecto todavía más fantasmagórico, aunque no me daba miedo, sino ternura y mucha compasión.
La abracé, pues cuando me encuentro niños así, suelen estar asustados, con eterna sensación de frío y extrañando a sus familias, además de muy confundidos.
La tomé de la mano, sintiendo como si tocara un témpano de hielo sin remedio, y caminamos por toda la casa, mientras le preguntaba sobre su vida, o, al menos, lo poco que podía recordar.
Lidia me contó sobre sus juguetes y rincones favoritos, haciendo hincapié en el ático que está sobre el baño principal, el del fondo, lo cual tenía mucho sentido, pues recordé que la gente solía decir que ahí se aparecía una niña pequeña.
—Con razón me daba miedo entrar al baño, pues ahí estabas escondida—, le mencioné, a lo que respondió con una carcajada sonora.
—Me caes bien, y también recuerdo haberte visto de niña, cuando estabas de mi tamaño—, respondió con ese inconfundible lenguaje de emociones, que no utiliza palabras, sino entendimiento.
Me contó sobre las osamentas de caballo que hay debajo de la casa, a la altura de la habitación principal, además de unas monedas "grandotas".
—¿Doradas o plateadas? —, le pregunté, a lo que respondió, gritando: —¡Doradas!—.
—¡Entonces son de oro! —. No le cabía la sonrisa de la emoción.
Recorrimos los túneles secretos que alguna vez sirvieron de escape para los inquilinos, mientras la tomaba de la mano. Mencionó que era muy bonito tener compañía, pues llevaba mucho tiempo buscando una amiga, pero, al buscarla, la gente "no le hacía caso".
También me dijo que le tenía cariño a mis tíos, pues cuidaban de su casa y la tenían bonita y arreglada, además de ser buenas personas.
Mi tío, en especial, era excelente con los niños, aunque no sé qué reacción hubiera tenido de haberse topado con Lidia.
Le pregunté por su último recuerdo, y, como era de esperarse, no supo decirme.
—Lo siento, mi amor, pero tú estás muerta—. Siempre me duele verles la carita de tristeza al saberlo.
—¿Y tú también? —, me preguntó esperanzada, quizá para saber si podríamos ser amigas por tiempo indefinido.
—No, yo estoy viva, pero vengo a ayudarte. Volverás a ver a tu familia—. Al saber eso, se puso tan feliz, que comenzó a saltar.
La abracé muy fuerte y le di un beso en la frente, y, justo antes de irse, me susurró un "te quiero". La vi desvanecerse a través de un haz de luz, mientras se despedía moviendo su manita, emocionada por lo que veía del otro lado.
Siempre es gratificante, y una especie de milagro, el verlos irse a descansar de verdad.